para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

lunes, 25 de octubre de 2004

Flores

Hay un tipo que vende flores, flores de todo el mundo. Cuando tienes alguna pena puedes ir hasta su florería y comprarte alguna para quitarte esa pena. Si por el contrario, tienes una inmensa alegría, puedes ir hasta allá y abrazarlo. Él te pondrá una flor en la mano y tú te irás silbando un bolero.

lunes, 18 de octubre de 2004

Canícula Cánida


No se permiten mascotas. El letrero estaba ubicado de tal manera que cualquiera que decidiera entrar a la playa de Socos (Tongoy), estaría al tanto de esa simple y directa advertencia. No era una recomendación, decía claramente y con todas sus letras que no se permiten mascotas en la playa. Avancé agradeciendo en silencio esa oportuna decisión de la gobernación marítima, nada más grato que pensar en una playa sin perros, y digo perros, pues no se me ocurría qué otra mascota podría acompañar a sus amos hasta la playa. Las aves son de por sí un estorbo, puesto que precisan de una jaula. Un gato estaría lamiendo sus pies constantemente para sacarse la arena, maullando su incomodidad. Una tortuga no es compañía para nadie. Un acuario en la playa parecería una instalación de Leppe. Salvo que en vez de peces hubieran Sea Monkeys. Un pez abriendo y cerrando su boca no es atracción, pero un par de Sea Monkeys andando en bicicleta o jugando ping pong en su mundo submarino puede incluso hacerte olvidar que estás en playa y que allí está el mar y sus olas esperando por tu piqueros. Sí, era un hecho, de todas las potenciales mascotas que alcancé a barajar en mi recorrido hasta la parte húmeda de la arena, los Sea Monkeys eran por lejos los ganadores. No se permiten mascotas. Yo no esperaba que fueran precisamente ellos, los cánidos, quienes tomaran en consideración el calibre de aquel mensaje, claro está. Pero llegué, por un segundo a creer que el siempre sumiso comportamiento cívico de nuestro pueblo iba a predominar ante la arremetida pecaminosa de esa actitud mal llamada Pícara. Así, entonces, ingenuo yo, tendí mi toalla, me puse mi bloqueador factor 30, saqué mi libro y me eché sobre la arena. ¿Quiero cuchuflís? ¿Deseo palmeras? ¿Barquillos? ¿Pan de nata? ¿De agua los helados? ¿Un Bob Esponja inflable? Era un muro, nada de aquella música playera lograba abstraerme de mi lectura. Sólo las conversaciones de gente que pasaba junto a mi trinchera. “…una lástima, pues, una cabra tan encachada haberse arruinado la vida”, “…ese, hueón, arribista, yo no sé qué le pudo ver a ese gallo”, “…el pituto, Rubén, tenís que apretar el pituto para que entre el aire, si no vas a estar soplando toda la tarde” Y allí seguía yo, firme junto a mi libro, girando mi cuerpo cada tanto para conseguir un bronceado parejo y no quedar con lomo de jaiba y pecho de albacora. Sin embargo, y por esa lógica que encierra toda tragedia, no fueron los Sea Monkeys quienes lograron sortear el obstáculo, sino aquellos claramente excluidos cánidos que deambulan por todo Chile con absoluta libertad, a pesar de precisos mensajes de las autoridades pertinentes. El primero pasó cual saeta por sobre mis piernas, adornando mi traje de baño de diminutos granos de arena. El segundo sacudió su estructura molecular y alojó en mi cuerpo una miríada de granos de arena, pero esta vez aglomerada. El tercero ladró. El cuarto ladró aun más. El quinto hizo encomiables esfuerzos por penetrar un inexistente agujero que él, y sólo él, supuso que estaba en la pierna de mi vecino. El sexto fue atacado por el segundo. El séptimo, tal vez pariente del sexto, se sumó a este último y comandó la resistencia contra el segundo. El octavo, fiel a su raza, persiguió sin cansancio una pelota de tenis que iba de una a otra paleta. El noveno, en un afán escatológico, escarbó la arena en procura de encontrar algo que sólo él supo si lo halló. El décimo se unió a las fuerzas del segundo y ayudó a animar una pelea que a todas luces será recordada por sus pares por la heroica resistencia del sexto y séptimo. Y si piensas que no me queda ningún perro, es por que del resto prefiero omitir comentarios. Algunos hicieron actos que avergonzarían hasta al más pulguiento quiltro. Otros pasaron inadvertidos. Y los menos, principalmente aquellos peludos blancos y crespos que se ven frecuentemente enfrentados a la humillación de pasar por peluquerías con los consecuentes resultados de la siutiquería chilensis, se mantuvieron férreamente en sus puestos, atados al fierro de un quitasol.
La verdad es que mi libro era una alpargata al lado de tanta actividad. Demás está agregar que no soy amigo de los perros. No me gusta el olor que emanan. No me gusta ni comprendo su lenguaje. No quiero conocer a la Brigitte Bardot. No deseo participar de ningún foro de amigos del perro, ni hacer causa común con su lucha. Tampoco soy un neurótico, bueno, no en esencia. No le deseo mal a ningún perro. Pero debo suponer que ese mensaje que nos advertía a la entrada de la playa de la imposibilidad de ingresar mascotas, no fue sólo un capricho de un burócrata amasador de testículos, sino la respuesta acuciosa a una seria investigación. Dejémonos de cuentos, los perros en la playa joden, y joden mucho.

martes, 12 de octubre de 2004

El Pilucho

Y aquí estamos, otro día más. Ojalá pasara algo allá en Campos de Deportes, digo para pasar el rato, para matar las horas. Es que sin fútbol mi vida vale hongo.¿Quién se va a juntar en el pilucho si no hay partido? Estoy pudoroso hoy día, me gustaría cubrirme. Es difícil ser siempre el pilucho y pilucho solitario más encima, ni siquiera me pusieron un caballo o una fuente donde se pararan los pajaritos, a mi con cueva me caga una paloma. Si, ya sé, estoy en un mal día, no siempre estoy con el ánimo tan por el suelo, hay que tirar para delante no más. Pero es difícil la vida cuando lo único que escuchas son comentarios sobre tu anatomía o frases como “Pucha que se demora este hueón” o “No será que hay otro pilucho por aquí”. Porque nadie se junta a mis pies para pedir pololeo o para hablar de negocios. Yo soy como una especie de hito de Ñuñoa, soy sólo un punto de encuentro, nadie repara mucho en mí, una vez que me ubican, sólo se sientan a esperar, no me miran con más detención que a un mojón de perro. Pero no me puedo quejar, podría ser peor, hasta ahora nadie me ha meado. En fin, ojalá que pase algo allá al frente. Ah, se me olvidaba, me llamo Julio, no pilucho ni discóbolo, Julio es mi nombre, Julio.

miércoles, 6 de octubre de 2004

Concierto Para Cuerdas


"Siempre es mejor inventarse una vida", le había escuchado decir una vez en un bar a un tipo que llevaba varios días emborrachándose. Llegaba a las once de la mañana y se largaba a las cinco, siempre igual de borracho, sin escándalo, tal cual entrara en la mañana. La tercera vez que lo vi me acerqué y le ofrecí un trago.
- Vodka tónica. - me dijo con una sonrisa.
- Dos vodka tónica. - le dije al barman y me senté junto a él.
- ¿Trabajas por aquí? - me preguntó.
- Si, en el edificio de enfrente ¿Lo conoce?
- No.
- Es una empresa de consultas.
- ¿Sí?
- Consultas financieras.
- O sea ¿Yo podría ir y preguntarles cómo conseguir dinero?
- Bueno, esencialmente se trata de eso.
- ¿Y tú qué haces ahí?
- Soy abogado.
- Ya. Tú eres el que les dice a esos financistas de qué forma hacerlo para que se sustente en la ley algo que a la vista de cualquiera es un vulgar robo.
- Bueno, en esencia es eso.
- En esencia parece que trabajas para puros estafadores.
- Prefiero referirme a ellos como estrategas.
- Está bien, no lo tomes a mal. Al final todos trabajamos para estafadores, dios mismo es un estafador.
- Si, puede ser, tal vez sería mejor morir.
- No, es mejor inventarse una vida. - me dijo mirando las estanterías llenas de botellas, como si ahí estuviera el generador de la historia que estaba a segundos de largar. - Como aquella institutriz que de tanto creerse reina acabó reinando en su propio país. Fue tanto lo que insistió que al final aparecieron unos papeles que acreditaban su testimonio. Nadie supo cómo habían aparecido esos papeles, lo cierto es que además de tener que instituir una monarquía, tuvieron que rendirle pleitesía a una reina que a los ojos de cualquiera era una loca rematada. Cierto es también que su reinado no se prolongó por mucho tiempo, ya que al tercer día apareció inexplicablemente muerta. Todo volvió a la normalidad, salvo la educación de Angelita, la niña para quien la difunta reina ejercía de institutriz. Sus días se tornaron inútiles, todo consistía en hacer nada, se levantaba y quedaba desocupada. Aprendió el arte de la inercia y la inamovilidad, podía pasar largas horas pegada al cristal de la ventana, mirando, mirando, mirando. Pronto empezó a engordar. Su madre recorrió las calles en busca de alguna institutriz, pero el país era tan pequeño que el cuento ya había corrido de este a oeste y de norte a sur en breve tiempo. Decían que la niña Angelita olía mal y que estaba tan loca como la difunta reina. En consecuencia nadie quería aceptar el cargo, ni siquiera considerando que el dinero que ofrecía la madre de Angelita representaba un salario más que exagerado para una institutriz. Angelita se quedó sin educación y sin ropa de su talla. Casi había hecho un hoyo en el cristal de la ventana de tanto suspirar su inercia. Hubo que reemplazar su cama por una de dos plazas. También contrataron otra cocinera, pues la señora Frilansky no alcanzaba a terminar el aseo cuando Angelita ya estaba pidiendo más comida. La casa acabó oliendo peor que Angelita. La madre estaba todo el tiempo con un pañuelo mojado en colonia. De tanto frotarse la nariz se provocó un absceso que derivó en tumor y finalmente tuvieron que amputarle media nariz y parte del labio superior. Nunca más se atrevió a salir a la calle, por lo que, como su hija, aprendió también el arte de la inercia y la inamovilidad, y las consecuencias que este arte trae consigo. La casa terminó siendo habitada por las dos sirvientas, pues madre e hija prefirieron el encierro y la comida. Tanto engordaron que un día aparecieron muertas, estranguladas por sus propios pliegues. La señora Frilansky hizo un gran hoyo en el patio trasero y las enterró a ambas. Pero en un país pequeño las noticias no alcanzan a ser noticias. Todo el mundo se enteró de lo ocurrido, aunque prefirieron hacer oídos sordos. Nadie echaría de menos a quienes ni siquiera salían de sus cuartos. Así fue como la señora Frilansky acabó siendo la legítima dueña de esa propiedad y en poco tiempo de toda la fortuna de la difunta mujer.
- Esa mujer me recuerda a muchos de mis colegas.
- ¿La señora Frilansky?
- Sí, la señora Frilansky. Bueno, ¿Pero usted no decía que era mejor inventarse una vida?
- Si, claro.
- ¿Y qué hay de la institutriz? ¿Acaso no terminó ahorcada?
- Si, pero fue reina.
- Tan sólo tres días.
- Se puede vivir muchos años lamiendo una piedra plana.
- Creo que entiendo lo que quiere decir eso.
- ¡Salud! - dijo con otra sonrisa
- ¡Salud! - dije yo mirando como él minutos antes las botellas de la estantería.
- Años más tarde, por boca de un lustrabotas que, estando en su ya nombrado oficio, atisbó entre las piernas y los autos a su viejo amigo Spivak, el que le contó que un tal Rochester de Roncesvalles tenía información que a su vez le había proporcionado el primo de la ama de llaves de los O'Connors, quien por un asunto de trabajo tuvo la oportunidad de entrar a palacio y, destapando el lavamanos del despacho real, escuchó el nombre de quien había dado muerte a la reina loca. Por lo que no tardó en enterarse el país entero que la señora Frilansky era la asesina. Obligados a cumplir lo que la constitución demandaba, la señora Frilansky fue conducida una mañana de junio en la que el sol parecía derramarse sobre la esfera y el vapor que despedía hacía que los saltamontes jugaran a las escondidas, inevitablemente hacia el cadalso y luego...¡Pum! Sólo su cuerpo quedó pendiendo de la apretada cuerda, su alma salió disparada a esperar sentencia. Le dieron treinta años de zurcir overoles. Claro que todo esto en boca de uno que dice ser lustrabotas puede parecer una fantasía. Pero da igual si te lo acaba de contar un borracho.

El Muñeco del Diablo


El muñeco del diablo hacía largo rato ya que estaba colgado de la botella. Por ella había perdido un ojo y varias mujeres. Tenía tantos arrestos por ebriedad que últimamente no lo llevaban detenido, lo agarraban, le pegaban un poco y lo soltaban por ahí. Siempre lo veías sentado en un banco de la plaza junto a otros borrachos. Llevaba consigo una cortadora de pasto que en otros años había sido una herramienta de trabajo, pero que ahora era sólo una excusa para eludir la cana. Lo veían con la cortadora y lo dejaban tranquilo. Imaginaban que era mejor un borracho que trabaja a uno ocioso. El pensaba lo contrario. Aunque aveces tenía que cortar algo de pasto para comprar cerveza o vino. Otras veces se la arrendaba a otro borracho. El muñeco del diablo se las ingeniaba siempre para contar con una botella. No pensaba que hubiera otra cosa que hacer en la vida. Tal vez ni siquiera pensara. Tomar era su fin, lo demás podía seguir igual o cambiar, no era importante. Sólo necesitaba tener cerca una botella, luego el resto desaparecía, casas, autos, semáforos, pasto, policías...Todo se hacía humo, perdía gravidez, sencillamente no estaba.
Aquella tarde debían ir en la tercera de vino. Eran tres. El muñeco del diablo estaba al medio. Se iban pasando la caja de vino por detrás y se daban vuelta para echarse un trago.
- ¿Va a ir a cortar el pasto, compadre? - le preguntó el de la izquierda al muñeco.
- Ya, ya.
- Vaya, pues, luego nos echamos un traguito.
- Ya voy a ir.
- ¿Y la máquina?
- Está allá. - dijo el muñeco y con la boca trompuda indicó una casa frente a la plaza.
- Vaya, vaya a ganarse unos pesos.
- Luego chuip. - dijo el de la derecha con la mano a modo de botella.
Cuando se bajaron la tercera caja el muñeco se encaminó serpenteando hacia la casa donde había estado trabajando en la mañana. Tomó la cortadora y la paseó un rato en el antejardín. El sol estaba arriba y él, allí abajo, sentía el sudor bajar por sus mejillas, su espalda y el pecho. No llevaba ni quince minutos y ya se retorcía por un trago. La cortadora casi no tenía filo en las hojas, por lo que tenía que pasar dos o tres veces por el mismo lugar. Era un trabajo agotador, más aún con el sol del verano reventando en su cabeza. Buscó un sucio pañuelo en el bolsillo posterior de su pantalón y se secó el sudor de la cara. Miró el pasto con desgano. No quería estar allí. Tenía las mandíbulas apretadas y un picor en todo el cuerpo, como si su piel fuera constantemente frotada contra lana. Cada movimiento era un infierno. Hasta el ojo le molestaba. Registró otro de sus bolsillos y extrajo un cigarrillo. El tabaco le ayudaba a olvidar el picor, pero aumentaba su sed. Levantó la vista y se quedó observando la ventana de la cocina, mientras le daba largas caladas a su cigarrillo. Alcanzaba a divisar el perfil de la empleada de la casa, una mujer de pelo moreno tomado por un moño. Parecía estar lavando la loza. Cuando ella lo miró, él continuó pasando la máquina. No le gustaba mirar a los ojos de nadie. Al principio por vergüenza de ese agujero que reemplazaba a su ojo izquierdo, más tarde por costumbre. Hizo unas cuantas pasadas y luego tuvo que cambiar el recipiente de lata donde va cayendo el pasto cortado. Pensó que necesitaría una bolsa y fue hasta la ventana. La empleada miró el horrible rostro tuerto. El muñeco prefirió mirar el interior de la cocina.
- ¿Dígame?
- Corté el pasto.
- Bien, para eso está usted aquí.
- Si...- dijo el muñeco del diablo justo en el instante en que su ojo se quedó prendido de un pedazo de teta que un botón mal abrochado descubría. Por un momento pensó en el resto de la teta y sintió un gozo casi olvidado, sepultado por el vino.
- ¿Y?
- ¿Eh?
- ¿Qué es lo que quiere?
- ¿Tiene una bolsa de plástico para meter el pasto?
- En el garaje. - dijo la empleada e indicó con su dedo hacia la derecha.
- Ya.
Abrió la puerta de garaje. El sol iluminó la mitad del interior. No había muchas cosas. Registró unas cajas. Sólo había bujías, tornillos, cámaras de bicicleta, cadenas, latas de aceite vacías. Ni una sola bolsa. Encontró un interruptor en la pared y lo prendió. El lado que antes estaba oscuro no ofrecía mayores expectativas. Las mismas cajas repletas de artefactos inútiles. Se agachó para revisar en otro montón de desperdicios, pero su ojo se encandiló con un brillo particular. Buscó entre dos enormes cajas aquello que brillaba y sus dedos hicieron contacto con el gollete de una botella. La alzó, era whisky, media botella de whisky nacional. Se echó un largo trago que le quemó hasta el alma. Luego se metió la botella al bolsillo y siguió buscando.
- Tome. - dijo la empleada con una bolsa de basura negra en la mano.
El muñeco sólo vio la silueta recortada por la luz que entraba sin perdón. Avanzó hacia ella y tomó la bolsa. Ella salió. El la siguió. Recordó el asunto de la teta y aprovechó de echarle un vistazo al culo. Le pareció bueno, sobre todo el movimiento. Se imaginó una vaca pastando. También imaginó que la desnudaba en la cocina. Le dejaría los zapatos puestos, así era como le gustaba. "Sí, señor", dijo el muñeco y se echó otro trago de whisky. Tomó las tijeras y comenzó a emparejar los bordes donde la máquina no llegaba. Avanzaba unos metros y se echaba un trago. Así estuvo como cuarenta minutos. Terminó de emparejar el borde de un rosal y empinó otra vez la botella, pero no había más. Sintió rabia. Siguió cortando y apretando las tijeras exageradamente. Sudaba. Podía oler el whisky que brotaba de su piel. Se sintió algo nervioso. Por momentos era euforia. Su ánimo subía y bajaba con increíble velocidad. Pensó que el whisky le estaba confundiendo la mente. Quería fijar una idea, pero todo iba demasiado rápido. Sus ideas se fugaban tan pronto nacían. Giró su cabeza y recorrió en un largo paneo todo lo que tenía delante. Terminó en la ventana de la cocina. Allí estaba ella mirándolo. El muñeco del diablo apartó la vista. Tenía las tijeras aferradas a ambas manos. Su mente se apretaba y se consumía en un caleidoscopio de sueños enfermos. Volvió a mirar la ventana y avanzó. Ella no estaba ahí, pero seguro estaría adentro. No había nadie más en la casa. Llegó hasta la puerta de la cocina y empujó. Estaba con cerrojo. Miró por la ventana y la vio vacía. El ruido de un televisor le hizo pensar que tal vez estuviera en su pieza.
- ¡Oiga! - gritó el muñeco atisbando por la ventana.
El sonido bajó. Apareció la empleada con un delantal azul. El muñeco desvió su único ojo hacia las tetas. Por fin una idea pudo mantenerse a flote. Ahora encontraba algo más que una botella de alcohol flotando en su etílica pecera.
- ¿Qué quiere?
- Hace calor.
- Si, hace mucho calor ¿Y?
- Yo pensé que...el pasto está listo.
- Ya, ¿Quiere la plata?
- No, bueno si, este...¿Usted es nueva?
- Sí.
- Claro... Antes había una gorda.
- Espere que ahora le traigo la plata.
- ¡Señorita! - dijo el muñeco antes que ella se perdiera. -¿Podría prestarme el baño?
- ¿El baño?
- Si, es que...Necesito...Usted entiende ¿No?
La empleada corrió el cerrojo he hizo pasar al muñeco del diablo. Este conocía la casa, así que se fue derecho hasta el baño. Levantó la tapa y meó. Miro la espuma que se iba formando. Le pareció que algo se movía allí abajo, pero recordó el whisky y se tranquilizó. Siguió meando. El alcohol brotaba desde su orina, como antes de su piel. Tiró la cadena y se quedó mirando el remolino amarillo y blanco que se formaba. Se limpió la cara y se peinó. Su cara de borracho le hizo una mueca fea desde el espejo. Eructó y salió. La empleada llegó a su encuentro desde la pieza de servicio. La televisión seguía encendida. El muñeco del diablo avanzó hacia la cocina, ella lo seguía. Llegó hasta la puerta y se detuvo. Parecía venir desde muy adentro, como el primitivo burbujear de un volcán que pronto explotará, la lava sacudiendo el intestino magmático, fragmentando su materia en iridiscentes pedazos de escoria. El picor se mezclaba con el sudor y hacía aumentar su irritación. Subía por los pies y explotaba como flashes en su pequeña mente. Pronto una idea se concretó, tomó forma y eludió esa pequeña membrana moral que aun resistía a los embates del alcohol. Giró y golpeó a la empleada con el puño cerrado por detrás de la oreja. La mujer cayó al suelo e intentó ponerse de pie, pero el muñeco se arrojó sobre ella y la siguió golpeando, mientras tiraba de sus ropas hasta conseguir lo que tanto imaginó minutos antes. Cuando acabó se puso de pie y buscó algo para calmar una profusa sed que apareció tras la lucha. Encontró una botella de vino blanco en el refrigerador y se tomó la mitad en pocos tragos. Se sintió agotado y dejó su cuerpo deslizarse con la espalda apoyada a la puerta del refrigerador. Aún podía escuchar el ruido del televisor. Luego ya no.
Despertó cuando el sol había descendido. No recordó de inmediato dónde estaba. Sólo cuando vio a la mujer en el suelo de la cocina se hizo una idea. Las dos tetas aparecieron en su mente para confirmar lo que sus ojos no creían. Comenzaba a oscurecer, pronto llegarían los dueños de casa. Guardó la botella de vino en el bolsillo de su chaqueta y se acercó a la empleada. Esta parecía rígida, tal vez demasiado, pensó. Acercó su mano hacia el cuello y recibió una fría respuesta. Se asustó y corrió hacia el jardín. Tomó la vieja cortadora de pasto, las tijeras y salió. Apenas podía caminar, pero prefirió no detenerse. Bajó por una de las tantas calles que ya había subido y bajado quizás cien veces, sólo que esta vez le pareció diferente, tal vez porque nunca lo había hecho dejando un cuerpo sin vida atrás. Tal vez porque sentía algo extraño en su cabeza, algo que lo hacía mirar desde otra dimensión esa vieja y repetida calle. El paisaje adquiría otras formas, aún cuando todo permaneciese igual que antes, los ojos ya no eran los mismos, ni las manos, ni la boca. Sólo el alcohol permanecía intacto.
Llegó a su pieza ya de noche. Así como las calles, ésta también le resultó diferente. Algo no funcionaba o comenzaba a funcionar de forma diferente. No supo explicárselo. No lo intentó. Sacó de debajo de la cama un vaso de vidrio con manchas de vino tinto adheridas quizás por años. Descorchó la botella que tenía en el bolsillo y llenó el vaso hasta el borde, incluso derramó un poco sobre el piso de madera. Sentado en el borde de la cama, bebió sin prisa. Sabía que más temprano que tarde llamarían a la puerta. Había huellas de él por toda la casa. Aunque no dejaba de pensar en ello, no le importaba. Tenía suficiente alcohol en el cuerpo como para desentenderse de cualquier cosa, incluso de un cadáver. Bebió. Miró la pared y bebió. Pensó que mañana despertaría sobrio y apuró el vaso. Buscó respuestas que no encontró y siguió bebiendo. Llamaron a la puerta. Primero con dos golpes, luego con cuatro. Finalmente la derribaron. Apareció el cabo Acevedo. Se le cayó la gorra con el empujón. Se la puso. Miró al muñeco del diablo que seguía sentado al borde de la cama.
- Ahora si que te fuiste al chancho.
El muñeco no lo miró. Con el alcohol todo desaparece, incluso las puertas, las ventanas, los cabos de policía.

Mi primo Héctor I


Era como estar sumergido en una enorme masa viscosa que me hacía sentir realmente mal. Yo quería salir de donde estaba, pero nada hacía presagiar que eso ocurriera sin antes tener que tragar aún mucha más mierda. Santiago puede llegar a ser demasiado insoportable cuando es invierno y estás mal. Puede que el tipo que está sentado a tu lado en la micro se corte las uñas y los trocitos salten hasta tú pantalón. Puede que entres a un baño y un imbécil haya dejado su papel con mierda en el papelero. Puede que el taxista te hable durante todo el viaje. Puede que entres a un Burger King y se celebre un cumpleaños. Es así. Siempre que estás mal, te llega el mal. Y la ciudad te parece peor. Así divagaba yo mientras el metro pasaba una y otra vez sin que me animara a subir. Perdía la vista en los carteles que colgaban frente a mis ojos. Miraba sin procesar lo que veía. Tampoco era que tuviera un pensamiento único que impedía fecundar otros. Sólo estaba allí en el metro mirando y respirando. Mirando y respirando. Cada tanto saltaba una idea que pronto era desechada. Se puede estar así durante mucho tiempo, incluso años, incluso siglos. Para dejar de pensar en la vida sólo basta vivirla en su forma más primitiva, más elemental. Era así que el metro podía ser cualquier cosa, una escuela bombardeada en Sarajevo, un hoyo en el Mapocho, los zapatos de tu tía, el Big Ben. Nada que hubiese sido lograría distraer mi mente de esa vacuidad por donde navegaba. Salvo la aparición de un personaje que no estaba en mis registros recientes, aún cuando su grado de parentesco es más bien cercano. Mi primo Héctor me miró desde el extremo opuesto del vagón y serpenteó entre los cuerpos hasta quedar a escasos centímetros.

- Hola¡
- Hola.
- Viene lleno el metro ¿Ah?
- Es que es viernes.
- Sí, es viernes.
- Mhn...
- Yo no tomo mucho el metro. Siempre viajo en el auto, sólo que hoy tengo restricción.
- Si, lo de la restricción es una mierda.
- Bueno, hay que hacer sacrificios para que respiremos mejor.
- Hay que hacerlos. - dije intentando eludir inútilmente toda esa cara gorda y sana que era mi primo.

Me bajé rápido, sin siquiera mirar el nombre de la estación. Subí las escaleras y ahí estaba ella, plateada y puntuda, esa pesada estructura que nunca volará. El agua brotaba a su alrededor, mis ideas no. Avancé hacia el este, alejándome del monumento a la aviación. Algo del estúpido de mi primo Héctor deambulaba aún en mi cerebro, escenas de algún veraneo en el litoral central, descubriendo que las mujeres tenían algo que por primera vez deseábamos acariciar, aunque en el caso de mi primo se traducía más bien en "succionar". Su lenguaje era escaso, se limitaba a un centenar de palabras de las cuales el setenta por ciento eran relativas al sexo. Podía llegar a ser realmente insoportable cuando tenía en perspectiva un plan de conquista. Te hablaba de la forma en que la tomaría por la cintura, de los calzones que le bajaría "brutalmente", de cómo la besaría por todo el cuerpo hasta hacerla estallar en un orgasmo sin precedentes. Basura, cualquiera que lo viera podía fácilmente deducir que ese tipo los únicos calzones que había logrado bajar eran los de una barbie. Pero bueno, cuando eres adolescente es mejor escuchar a tu compañero, de lo contrario lo pasas realmente mal, más aun si estás pasando el verano en su casa y la cama donde te vas a ir a acostar está junto a la de él. Cuando eres niño tus primos son importantes, luego creces y te vas distanciando, o por lo menos ese fue mi caso. Crecí y ya no había nada que me uniera a ellos, salvo el aspecto sanguíneo, todo lo demás me es absolutamente ajeno, sus ideas políticas, religiosas, su modo de hablar, su humor, sus gustos, sus amigos, nada, ni el más mínimo aspecto podía parecerse a lo que yo era y soy. Los padres de Héctor eran absolutamente austeros, tenían plata para tirar por la ventana, sin embargo vivían un régimen de alimentación tacaño. Recuerdo con rabia los almuerzos en la playa, cuando después de haber pasado toda la mañana entre la arena y el mar, haber subido los 357 escalones de la larga escalera que conectaba a la playa, y aun sin ducharme, una fría y maravillosa botella de Fanta, que era el núcleo de una mesa silenciosa y casi sin vida, me era ofrecida para llenar un diminuto vaso de vidrio verde que apenas lograba mitigar mi sed. Debía esperar por lo menos a terminar la tercera parte de mi plato para preguntar con voz trémula (previa rogativa a dios para que me concediera el beneplácito de un deseo urgente) si era posible que me repitiera la dosis de bebida en mi pequeño vaso verde. Y aun así, después del martirio de la sed y de la inseguridad de recibir una respuesta positiva, normalmente la petición era rematada con un comentario sarcástico de su hermano mayor, insinuando que yo me tomaba la mayor parte de la bebida. Por fortuna, a pesar de todos los contratiempos, yo era algo así como un sobrino regalón y aquellos ácidos comentarios eran inmediatamente acallados por mis tíos. De todas formas jamás pude tomar la cantidad de bebida que deseaba y era habitual que después de cada almuerzo y cena fuera hasta el baño y tomara uno o dos vasos de agua. Aun se me seca la garganta cada vez que recuerdo esa Fanta. A mis primos parecía que les bastaba con tomar un vaso o tal vez era que tenían mayor temor que yo, cualquiera sabe que un sobrino siempre tiene mayor chance de zafar de los enojos de los tíos, es más, la mayor cantidad de veces pagan los hijos los platos rotos por el sobrino. Pero en realidad lo que me hacía eludir los retos de mis tíos era más bien mi rapidez mental para contestar a determinadas preguntas, incluso antes de que mi primo Héctor alcanzara a tartamudear una insignificante respuesta, yo ya me había largado con una mentira digna de compasión por parte de ellos. Generalmente era algo a cerca del “enorme espíritu solidario que había demostrado mi primo cuando accedió, a pesar de que ya se cumplía la hora en que debíamos estar en la casa, a acompañar a unas amigas que las habían dejado botadas sus hermanos mayores”. Eso les hacía babear, a mí tío más que nada, mi tía más bien me miraba con una sonrisa retorcida, como diciendo “mira, pendejo, a otro perro con ese hueso”. Era su forma de demostrar a afecto, como sea era mejor que recibir un coscacho. Eran educaciones muy rígidas, basadas en el miedo, en el poder irrestricto del castigo, de una mano pesada o un grito estremecedor. Mi tío desempeñaba muy bien ese rol. Era un hombre fuerte, amargo, trabajólico, austero y poco amigo de la charla y del buen vino. Sus retos recordaban esos doblajes de películas de la segunda guerra cuando un comandante nazi repartía instrucciones a sus tropas. Mis primos podían desempeñar perfectamente el rol de aplicados soldados o de aterrados judíos aferrados a las rejas de Auschwitz. Era durante los fines de semana, mi tío venía desde Santiago a pasar el fin de semana, generalmente muy temprano en la mañana del sábado, cuando esas escenas bélicas en blanco y negro se repetían en mi cabeza. Mis primos y yo incluido, éramos obligados a levantarnos alrededor de las ocho de la mañana para realizar labores en el patio de atrás. La casa estaba construida sobre un terreno arenoso, más específicamente en lo alto de una duna a la que habían llenado de Eucaliptos para frenar la erosión. El trabajo consistía básicamente en limpiar de hojas el patio, o estirar una larga huincha y medir el comportamiento de la duna. No había opción alguna de escapar de aquellos trabajos forzados. Lo único que quedaba por hacer era realizarlo lo más rápido posible, luego bajar a la playa y mirar el mar con absoluto abandono, comprendiendo que había un espacio libre donde distraer los ojos y la mente. Así son los horizontes. Así son las mentes. Luego mi primo desaparecía, y con él también su padre y sus hermanos. Sólo quedábamos yo y mi horizonte, abrazados de libertad.

martes, 5 de octubre de 2004

El Cielo

- ¿Nombre?
- Sí.
- ¿Cuál?
- ¿Cuál de los dos?
- Los dos.
- Es que sólo recuerdo uno.
- Bueno, diga el que recuerda y acabemos con esto.
- Juan...o Iván...No.
- Aquí le diremos Juan.
- Ya.
- Dígame, Juan ¿De qué murió?
- Me tragué una pastilla “Cristal” de McKay. Fue horrible.
- Me imagino. ¿No había nadie para socorrerle?
- No.
- Bastaba que lo hubieran volteado y golpeado en la espalda, en fin.
- Sí, pues, y aquí me tiene.
- Lo que no me explico es qué hace usted recién aquí, si esas pastillas fueron dejadas de producir hace muchos años, precisamente para prevenir desagracias como la suya.
- Hace muchos años que morí. Verá, estuve dando vueltas por ahí, usted sabe, tenía alitas negras.
- Pero usted no tiene el aspecto de un hombre que hizo travesuras.
- Y no las hice. Alguien perdió mi expediente y los muy burócratas me dieron con todo, ¡Uf! Las que pasé antes de llegar aquí.
- ¿No me diga que estuvo con las patitas calientes?
- ¡Ja! Eso fue lo de menos, uno tarde o temprano se acostumbra al calor, lo terrible es que allá no paran con las fiestas.
- ¿Cómo, no les pegan?
- Esos son puros mitos que el mismo diablo echa a correr para aumentar su prestigio de cabrón. No, allá todo es fiesta, no te permiten parar y menos si es que andas con el diablo. Es un tipo inmenso, rojo y gritón. Bebe whisky todo el tiempo y siempre la tiene dura.
- Disculpe, pero debo recordarle que modere su vocabulario.
- Si, claro, bueno, resulta que el diablo se rió mucho cuando le conté lo de mi accidente y se le antojó que yo fuera su chaperón “Bebe” me decía todo el tiempo, “A ver si se te escurre la pastilla, Jajajaja” Y a reír todos los giles o si no doble ración de whisky. ¿Sabe usted lo que es tener que beber whisky todo el tiempo? Salí hace dos semanas y todavía estoy mareado.
- ¿Quiere un chicle de menta?
- Gracias.
- ¿Cómo logró salir del infierno?
- Encontraron por fin mi expediente, una suerte única. El diablo es malo, pero ante todo es burócrata y para él los papeles son un valor.
- ¿Está seguro que quiere quedarse aquí?
- Bueno, todos aspiran al cielo ¿No?
- ¿No ha intentado en resurrecciones?
- Si, sólo tenían una vacante para un matrimonio humilde de Mosul, Irak.
- Comprendo. Bueno, es su decisión. Si cruza la puerta no habrá regreso.
- Voy a entrar, gracias. Que tenga un lindo día.Usted también, gracias. Espero que le guste la leche.

Sábado Muerto

Era una de esas tardes en las que el tiempo parece que danzara como una morsa drogada. Yo estaba echado en una cama que era considerada permanentemente como sofá. Tenía la mente floja y el televisor encendido. Un viejo Antú pintado por el hermano de Catalina, una de las minas con las que compartía aquella casa, la morena. El hermano vivía en Rotterdam y era artista plástico. Yo miraba el televisor y veía a la Andrea Tassa y me importaba una mierda dónde viviera el hermano. Y me importaba una mierda la Tassa. Detrás del sofá había una ventana desde donde se divisaba algo de cielo. Yo miraba ese algo de cielo y luego otro tanto de tele. Un sábado muerto, pensé. La tarde de un sábado muerto. La tarde de todos los sábados muertos. Ningún pensamiento periférico lograba estimular ese sueño podrido. La morsa del tiempo bailaba su danza con velos descoloridos, como cortinas de prostíbulo rumano, y agitaba su colosal estructura. Nada cambiaba. La tarde se estiraba en su hilo inocuo y yo salí al patio y un calzón enorme me golpeó la cara. Pensé en la morsa y reí. No lo suficiente. Levanté el calzón del suelo y lo volví a colgar del alambre. Dejé el patio y fui a la cocina. Los platos seguían en su lugar. La llave continuaba goteando. La mosca del techo casi no se había movido. Tal vez esté muerta, pensé. Como la tarde. Me senté en una silla de madera y apoyé los codos en una pequeña mesa coja. Las baldosas del piso eran rojas, pero estaban viejas y habían adquirido un color deslavado y sucio. Una cucaracha cruzó a toda velocidad la cocina y se perdió bajo el mueble de los platos. Me pregunté si para ella este también sería un sábado muerto. Probablemente no distinga un sábado de un lunes. Quién sabe, esos bichos se han adaptado a innumerables más obstáculos que yo. Seguramente distinguen por lo menos un día común, por ejemplo un martes, de un sábado. Deben haber constatado que el sábado hay más o menos comida en el suelo. O más o menos silencio. O más o menos mierda en el water. Esos desgraciados nos van a enterrar a todos. Probablemente era un gran día para él. Quién sabe si fue hasta el almacén por más cerveza. Debieron tener una tremenda fiesta allá abajo. Todas las cucarachas de la cocina se estaban dando la gran vida mientras yo intentaba cortarle el rollo a esa puta tarde muerta. Robert Smith lloraba desconsolado desde la niebla de un bosque de Birmingham. Luego la Tassa anunció a Phil Collins y en el refrigerador no había ni media cerveza. ¿Hay alguien que haya sobrevivido a eso? ¿Existe en el mundo un alma gemela que no se haya quitado la vida luego de ese sufrimiento? Recordé que el día que llegué a esa casa de Bellavista había en el patio interior una figura humana dibujada en el piso. Se trataba de uno de esos diagramas que hacen los policías para marcar la posición de un cadáver. No sabía por qué lo habían hecho, aunque tenía claro que nadie había muerto allí recientemente. Con la ironía que puede desatar una tarde como aquella, la analogía no tardó en caer y, por supuesto, aquella silueta dibujada en el patio interior se transformó en el ícono de una necrófila analogía que no me dejaría tranquilo por algunos minutos, quizás horas. Me convencí de que estaba condenado en aquella casa. Y el infierno al que me condenaban era precisamente ése: La Tassa y la nada. O era capaz de compartir con las cucarachas o me las tenía que batir con aquella fanática de Phil Collins. Y no pienses que bastaba con apagar el televisor, esa es una ingenuidad. Pensé por un largo instante que no saldría vivo de esa experiencia, pero como todas las cosas que se resuelven por la inercia del afectado, sonó la campana. Más bien el timbre. En realidad unos golpes en el vidrio de la puerta.
- Hola. -me dijo una mujer de mediana estatura y ligeramente hermosa.
- Hola. -respondí y la invité a entrar.
- Soy tu vecina del piso de arriba. Me llamo Paula.
- ¿Has estado todo el día allá arriba?
- Sí, aunque la mitad de él durmiendo.
- ¿Tienes televisor?
- No.
- Eso facilita mucho las cosas.
- ¿Perdón?
- No, nada, disculpa. No ha sido un gran día. Me llamo Felipe.
- Paula.
- Claro, lo acabas de decir.
- Eres observador.
- Me vuelvo a disculpar. Verás, hace mucho rato que no hablaba con alguien. Aparte de escuchar a la Tassa, no creo que haya realizado nada más distractor.
- ¿Las chicas no están?
- No. Una, la rubia, partió al sur. Creo que tiene familiares en Constitución. La otra es un misterio. ¿Es cierto que el hermano es famoso?
- Sí, algo ha hecho.
- ¿Aparte de pintar el televisor?
- Tiene a su haber una cómoda y un microondas.
- Toda una carrera. ¿Y tú?
- No, lo mío no son los muebles.
- Está bien, creo que tampoco has tenido una buena tarde.
- Tengo una botella de tinto arriba.
- En ella puede estar la salvación.
- Pareces otro borracho más.
- Yo diría que soy un desesperado.
- ¿Subes?
- Vamos.
Sólo teníamos que subir una escalera junto a la puerta de entrada. Era una vieja casona que había sido dividida en dos. El primer piso lo ocupan la rubia, la morena y yo. El segundo estaba habitado por tres minas y un tipo que llegaría más tarde, sólo unas pocas semanas después que yo. Nos sentamos en un sofá, frente a una pequeña cocina en la que sólo cabía una olla y quien cocinara. Descorché el tinto y serví en dos vasos que antes eran envases de algo que nunca sabría. No se me ocurrió nada original por lo que brindar, así que me di un buen trago de Santa Rita dos medallas, nunca llegaríamos a las tres. Era absurdo pensar en esa carrera escatológica cuando apenas teníamos para un mediocre desayuno. Estuvimos tomando un rato sin hablar. Como dos viejos sentados en un porche mirando pasar las horas y los autos y gatos. Yo por mi parte estaba realmente feliz. Alguien me había rescatado del infierno. Quería responderle con versos alados, pero no daba con las palabras correctas. Sentía que cada vez que abría la boca era para decir una estupidez o simplemente para escupir ácido. Opté por callar. Pronto ella comenzó a hablar. En un principio tímidamente, al cabo de unos minutos no había forma de intervenir. Era como si hubiera tenido algo obstruyendo su boca. Las palabras brotaron desbocadas y yo las recibía y acariciaba como un niño falto de cariño, arrullado y salvado del abandono. Me decía que su hermano tenía fotofobia y que se afeitaba y cagaba a oscuras. Yo pensé que aquellas tareas no eran difíciles de realizar sin luz, pero luego pensé que era terrible afeitarse y no saber cómo iba quedando el asunto, peor aun era cagar y no ver el papel con el que te limpias. Su hermano tenía fotofobia y nadie sabía por qué, menos él. Así que un día ella va y le dice a su hermano: ¿Por qué tienes fotofobia? Entonces el hermano le dice: No sé. Ella le dice: ¿Pero qué es exactamente lo que te molesta? El le dice: Me molestan los colores. Luego ella no supo qué decirle. El hermano era mucho más inteligente que ella, así que pensó que de seguro aquella charla no le daría las respuestas que deseaba escuchar, por lo que no volvió a preguntarle por su fotofobia. Yo pensé que se trataba de una situación momentánea, que de seguro el hermano ya no tenía ese mal y que probablemente estaba casado y tenía hijos y un auto y por supuesto una mujer que no le preguntaba por su antigua fotofobia. Luego rellené los vasos y volvimos a quedarnos mudos. Por la ventana abierta se escuchaban los autos que bajaban a toda velocidad por Bellavista. Yo me imaginaba que piloteaba uno de esos autos y que tenía muchas cosas que hacer en ese sábado. Conducía a gran velocidad y no tenía mucha preocupaciones, salvo saber exactamente dónde estaba el freno, dónde el embrague y dónde el acelerador. Cuando tienes un auto y bajas a toda velocidad por Bellavista no existen los sábados muertos. Si te mueves, aun cuando lo hagas en círculos siempre vas a algún lado, te deparas un futuro. Cuando estás encerrado en tu casa, sin cerveza, sin comida y viendo a la Tassa anunciar un clip de Phil Collins, irremediablemente quedas atrapado en una tarde muerta.
- Ahora no eres más que un zombi.
- Un zombi que escucha historias de fotofóbicos.
- Un zombi que escucha historias de fotofóbicos narradas por la hermana del fotofóbico.
- Me gustaría conocer a tu hermano.
- No.
- ¿Por qué?
- Sus gracias se amparan justamente en su carencia de comicidad, es como un payaso ciego en la jaula de los leones.
- De todas formas me hubiese gustado conocerlo.
- ¿Cómo dijiste que te llamas?
- Felipe.
- Felipe es un nombre de niño, no conozco ningún adulto que se llame Felipe.
- Han muerto todos, es un nombre que trae una maldición, nadie que se llame Felipe superará los veintiún años de vida.
- Tú debes tener fácilmente veinticinco.
- Yo soy Luis Felipe, mis padres sabían del maleficio, así que optaron por agregar un nombre antes de Felipe y así evitar la condena.
- ¿Por qué no optaron por ponerte otro nombre?
- Es que las cosas no son tan fáciles, los padres creen que son ellos los que eligen, porque no se dan cuenta que el nombre ya ha sido elegido por uno.
- Mentira.
- Sí, una absoluta mentira. ¿Sabes? Si tuviera un auto te diría que fuéramos a dar una vuelta.
- Y si yo fuera goma te borraría.
- Mentira.
- Sí, una absoluta mentira.
¿Cuándo uno sabe realmente que está enamorado? Yo tenía la teoría que uno se enamora luego del primer beso, pero tiempo después comprendí que uno se enamora de diferentes mujeres y de diferentes estímulos, es más creo que uno no se enamora más que de circunstancias, de líneas de acción que se cruzan, que se conectan y provocan una suerte de contagio viral. Por lo menos esa ha sido me experiencia. Nunca me enamoré de un prototipo de mujer, es más, todas las mujeres con que me he relacionado han resultado bastante disímiles, por no decir absolutamente opuestas. Si una era morena, crespa y de ojos saltones, la que la precedía era rubia, lisa y ojos como dos nueces. Si la anterior era dulce y casera, la siguiente era agreta y salsera. En los polos no hay dolo era mi consigna. Lo único cierto de todas esas estúpidas teorías, conclusiones, consignas y estadísticas, era que yo estaba solo y que era un sábado por la tarde y la Tassa anunciaba videos de Phil Collins y ninguna de mis anteriores minas estaba compartiendo conmigo esa desdicha. ¿El amor que ha sido expresado muere o permanece flotando?

El Loco Ismael

Catalina había llegado hacía unos instantes. Yo estaba intentando darle algo más de carácter de pieza a mi reservado bajo la escala. Había pegado en la pared unas ilustraciones y en la puerta que daba al patio interior puse, en cada rectángulo de vidrio, un papel opaco, tipo sueco. Como estaba concentrado en mis cosas, sólo la divisé pasar rauda hacia la cocina o tal vez al baño. Un ligero y efímero “hola” salió disparado de su boca y cayó como un pájaro herido a unos centímetros de mi cama, lo miré y seguí en lo mío. Contemplé absorto aquel espacio y fingí estar de acuerdo con lo que había logrado. Mentirse a sí mismo es una dura tarea, más aún cuando la mentira cuelga de hilos desmembrados. De cualquier forma no estaba tan mal aquello, aún cuando faltaba resolver el asunto de la privacidad. La verdad es que estaba sumamente expuesto, como ya dije, no se trataba de una pieza, sino más bien de un “cuchitril” sin puerta. Pero no me preocupé de la privacidad hasta el día que un estúpido accidente me apremió a hacerlo. Era un viernes por la tarde y estábamos reunidos en mi cuchitril, había un buen lote. Una cerveza de litro corría de boca en boca, mientras deslizábamos alguna sugerencia para matar aquel viernes. Éramos todos pobres y había que tener imaginación para divertirse, no sacábamos nada con salir a la calle cuando los fondos de nuestros bolsillos pesaban menos que el hígado de un ángel. Diversión era todo lo que queríamos. Toda nuestra vida, nuestra mínima vida, era un mero esfuerzo por encontrar algo de diversión, algo que nos desviara de ese riel oxidado por el que transitábamos. Diversión, ¡Qué palabra!, cuánto encerraba su significado en nuestras mentes apretadas y alteradas. Era la droga que inyectaba nuestros motores, la sustancia cósmica que prendía la mecha del cuetazo sideral. Una vez en marcha nada nos detendría. El sueño, aún cuando se manifestara de diversas formas en cada uno de nosotros, era sólo uno: Una ligera saeta que en su punta guardaba el secreto veneno de la inmortalidad. No era tan importante la morfología lúdica de nuestro viaje, como el infinito goce de sentirse liberado. Los grilletes de la conciencia estallaban en mil pedazos y el sueño comenzaba a hilar su plan esencial. ¿Dónde se desarrollaba aquella irrupción? Habitaba en un lugar indefinido, un hueco inefable que se halla en medio de esa laguna insustancial a la que llamamos alma. Allí, donde las esquirlas de la risa danzan su baile de San Bito. Como dije, éramos pobres y por lo mismo, debíamos apostar todo a nuestra imaginación, tejer nuestras propias alas, desenhebrando la materia que otros rechazaban. De más está decir que el alcohol y algunas drogas nos ayudaban bastante en esas peripecias. Más que nada pisco y hierba, la mixtura escatológica del Chile lindo, bombardeando el cerebro, descerrajando las bóvedas subterráneas donde yace anestesiado nuestro alter ego histérico, ese que despertó y mató al vecino con el hacha, aquel que se dejó besar por otro hombre, el que bailó la danza sufi con los pies desnudos en la plaza Italia, la bestia que el dolor y la culpa no deja ver la luz. Nada se esconde, nadie logrará aferrarse a un madero el suficiente tiempo para no descender al fondo del ponto nostrum, liberado y atrapado por la mixtura, ardiendo en su nirvana, quemando las naves y las ropas, y el verbo como una serpiente inyectada de coca, mordiendo la fibra nerviosa, depositando su veneno de la verdad desnuda. Es así, la droga te amplía el espectro de luz, mientras el alcohol despierta al milodonte. La mezcla es frenética y no siempre de resultados alentadores. Claro que hay días mejores que otros. Claro que el horror siempre está a un costado del gozo.
Aquella tarde no teníamos un plan definido, sólo estábamos allí, dándole a la cerveza. Fue entonces que apareció. Nos descubrió a través de la puerta vidrio de la entrada. A la salida de mi cuchitril había un gran espejo ovalado con marco de madera, en el que se acicalaban mis dos actrices. El tipo nos vio reflejados en el espejo y entró. Abrir la puerta sin llave no fue un impedimento, cualquiera con algo de imaginación lo hubiera hecho.
- Hola. –nos dijo desde su descomunal tamaño.
Era el loco Ismael con su trompeta bajo el brazo. Se había teñido el pelo amarillo mireya y hacía un mes que no tomaba litio. Sus ojos daban vueltas en círculos, lo mismo que sus ideas. El loco Ismael era el prototipo de genio-loco. Podía tocar la trompeta como los dioses y hablar con gran conocimiento de cualquier tema, por muy recóndito que fuera su origen. Su fuerte era la música, pero también sabía bastante de literatura. Debo reconocer que disfruté de largas conversaciones con él. En general era una persona muy entretenida, su único y gran problema era su adicción a las drogas. Tenía un desequilibrio congénito que lo obligaba a medicarse con litio diariamente, pero cuando comenzaba a tomar otras drogas dejaba el litio y dios te ampare de encontrarte con él en la calle, peor aún, en tu propia casa. Nada que dijeras lograba desviarlo de su propósito, el que fuera. Si le daba por ir a algún lugar específico y quería que lo acompañaras, te forzaba a hacerlo. Concretamente te arrastraba por las veredas o te empujaba dentro de un taxi, en el que te dejaba colgado dándole explicaciones al chofer, mientras él tardaba tres cuartos de hora en salir de una casa, probablemente cargado de pastillas que te metía en la boca antes de que pudieras darte cuenta. Toparte con el loco Ismael era aventura, quisieras o no. Sus casi dos metros de altura y su magnética personalidad eran atemorizantes. En aquella época, estoy hablando del año ochenta y cinco, era peor aún. La libertad que nos permitía la corriente new wave y el punk le daban un aspecto intimidador, parecía un personaje sacado del cómic de Peter Punk. Poleras sin mangas, aros grandes, pelo sucio y levantado con limón, jeans negros pegados a sus flacas y eternas extremidades, bototos y ojos desorbitados, inyectados de sangre drogada. La gente que pasaba a su lado se atemorizaba, no sabían cómo reaccionar o simplemente corrían pavoridos. Al loco Ismael eso lo tenía sin cuidado. Cuando estaba en esos estados, nada podía importarle menos que lo que pasara alrededor de él, sólo veía un túnel por el que transitaba. Un túnel en el que la salida estaba alumbrada por droga, cuetes, coca, pepas, quetamina, morfina, codeína, lo que estuviera a mano. Por el contrario, sino tenía droga al alcance, la cosa se le ponía fea, la desembocadura del túnel se alejaba, se convertía en un ínfimo punto de luz que aumentaba su angustia hasta extremos, muchas veces peligrosos.
Sin embargo aquella tarde estaba más calmado. Nos homenajeó con un solo de Miles Davis y nos ayudó a bajar una cerveza. Dijo que venía de ver a un tarotista, y éste le había dicho que algo extraño ocurriría en esos días. No le había especificado qué ni cómo ocurriría, así que el loco Ismael estaba alerta, con la espalda pegada a la pared, buscando referencias de ese acontecimiento, algo que lo ayudara a descifrarlo antes del desenlace. No quería que lo pillara desprevenido.
- ¿No te dijo nada más? – Le preguntó Mariela, una amiga que andaba con un escultor que a veces caía por allí.
- No, sólo que algo ocurrirá. No sé si algo lindo o algo feo, sólo sé que ocurrirá.
- Eso me suena a Nostradamus – Dije yo.
- No importa cómo te suene, mientras creas.
- Sí, claro, Ismael.

Cuando la última gota de una escuálida cerveza cayó sobre su boca, el loco Ismael nos dirigió una reverencia y se marchó. Nos miramos sin nada que agregar y luego el grupo se desmembró. Sólo quedé yo y un envase de cerveza sin cerveza. Me paré de la cama y giré el espejo. Ya era suficiente con no tener puerta. Al volver pateé sin querer la cerveza. Rodó hasta perderse bajo la cama. Abrí la puerta del patio exterior y me eché sobre una cama que descansaba solitaria en aquel espacio de dos por cuatro metros con cielo incluido. Me quedé contemplando ese pequeño territorio cósmico que delimitaban los techos. Conté cinco palomas que atravesaron el cielo y dos que descansaron unos instantes para luego retomar su vuelo. Estuve así un largo rato. Esperaba que algo sucediera. Siempre estaba esperando que algo sucediera. Finalmente se abrió una ventana del segundo piso. Era una de mis vecinas. Otra loca más que interrumpía mi vida. Hola, Felipe, me dice Pía. Hola le digo yo desde la cama. Quiere que le vaya a ayudar a matar una rata que está en su pieza. Me dice que está con su novio y que éste la tiene atrapada contra un mueble, pero que necesita ayuda. Como estaba echado sobre la cama no tenía ninguna excusa para decirle que no podía subir, así que tuve que resignarme a enfrentar a la rata, panorama que me producía un infinito asco. Di la vuelta por el ante jardín y toque la puerta. Pía tiró del cordel desde el segundo piso y entonces subí la larga escala de madera que terminaba frente a la ventana por la que ella se había asomado a interrumpir mi vaguedad contemplativa. Me dijo que entrara a la pieza, que allí estaba su novio y la rata. Entré y vi al tipo con ambas manos empujando una cajonera de madera. Me hizo un breve saludo y me pidió que estuviera alerta para cuando él dejara de hacer presión contra el muro, pues la rata podría salir disparada buscando refugio. Tomé una escoba que estaba junto a la cama de Pía y me apresté a esperar lo que ocurriese. El novio disminuyó la presión y me gritó. Alcé la escoba para darle a la rata, pero no pasó nada, sólo sentimos un sordo y leve golpe contra el suelo. El novio corrió el mueble y allí estaba la rata, tan tiesa como pata de perro envenenado. Las costillas le deben haber roto los pulmones, me explicó el novio. Ya, le dije yo. Abrí la puerta y entró Pía. Nos ofreció comprar unas cervezas por el esfuerzo. Le dije que si no tenía problema podía ir a comprarlas yo.
Fui caminando, feliz de estar al sol, estirando las piernas y silbando un bolero. Compré dos cervezas de litro y volví, ahora por la vereda de enfrente. Como me sobraron unas monedas y tenía un hambre de la puta madre, siempre tenía un hambre de la puta madre, decidí comprarme un pan y una tajada de queso. Fui hasta el almacén Marjory.
- ¿Cómo está, Felipito? – Me dijo don Arturo.
- Aquí, como me ve.
- Está bien flaco, usted, tiene que comer más y chupar menos.
- ¿Cómo se hace eso?
Volví a cruzar la calle y antes de subir pasé por mi casa para comerme el pan sin que Pía y su novio lo notaran. Acabé el pan y subí. Nos bajamos las cervezas sin prisa. Ellos veían una teleserie. Yo la veía también, pero no prestaba atención. Pensaba en la rata y sus pulmones reventados. Pensaba en el loco Ismael y su trompeta. Pensaba en que era viernes y que tendría que ir hasta el pub donde trabajaba y hacerme cargo de las borracheras de la mitad de los giles que llegarían hasta allí a matar el tiempo.

la caca en el water

Dejemos la mierda donde tiene que estar. Vivimos en un país donde regularmente estamos disparando mierda, olvidándonos, o más bien desentendiéndonos de que inevitablemente la tierra gira y, oh cosa curiosa, toda esa porquería volverá, tal vez con más fuerza a depositarse sobre nuestra pedante humanidad. Busquemos algo más en el sombrero del mago y además de conejos y balas chinas, saquemos esos halagos que están atorados en nuestras laringes. Ten un buen día, por favor.