para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

lunes, 18 de octubre de 2004

Canícula Cánida


No se permiten mascotas. El letrero estaba ubicado de tal manera que cualquiera que decidiera entrar a la playa de Socos (Tongoy), estaría al tanto de esa simple y directa advertencia. No era una recomendación, decía claramente y con todas sus letras que no se permiten mascotas en la playa. Avancé agradeciendo en silencio esa oportuna decisión de la gobernación marítima, nada más grato que pensar en una playa sin perros, y digo perros, pues no se me ocurría qué otra mascota podría acompañar a sus amos hasta la playa. Las aves son de por sí un estorbo, puesto que precisan de una jaula. Un gato estaría lamiendo sus pies constantemente para sacarse la arena, maullando su incomodidad. Una tortuga no es compañía para nadie. Un acuario en la playa parecería una instalación de Leppe. Salvo que en vez de peces hubieran Sea Monkeys. Un pez abriendo y cerrando su boca no es atracción, pero un par de Sea Monkeys andando en bicicleta o jugando ping pong en su mundo submarino puede incluso hacerte olvidar que estás en playa y que allí está el mar y sus olas esperando por tu piqueros. Sí, era un hecho, de todas las potenciales mascotas que alcancé a barajar en mi recorrido hasta la parte húmeda de la arena, los Sea Monkeys eran por lejos los ganadores. No se permiten mascotas. Yo no esperaba que fueran precisamente ellos, los cánidos, quienes tomaran en consideración el calibre de aquel mensaje, claro está. Pero llegué, por un segundo a creer que el siempre sumiso comportamiento cívico de nuestro pueblo iba a predominar ante la arremetida pecaminosa de esa actitud mal llamada Pícara. Así, entonces, ingenuo yo, tendí mi toalla, me puse mi bloqueador factor 30, saqué mi libro y me eché sobre la arena. ¿Quiero cuchuflís? ¿Deseo palmeras? ¿Barquillos? ¿Pan de nata? ¿De agua los helados? ¿Un Bob Esponja inflable? Era un muro, nada de aquella música playera lograba abstraerme de mi lectura. Sólo las conversaciones de gente que pasaba junto a mi trinchera. “…una lástima, pues, una cabra tan encachada haberse arruinado la vida”, “…ese, hueón, arribista, yo no sé qué le pudo ver a ese gallo”, “…el pituto, Rubén, tenís que apretar el pituto para que entre el aire, si no vas a estar soplando toda la tarde” Y allí seguía yo, firme junto a mi libro, girando mi cuerpo cada tanto para conseguir un bronceado parejo y no quedar con lomo de jaiba y pecho de albacora. Sin embargo, y por esa lógica que encierra toda tragedia, no fueron los Sea Monkeys quienes lograron sortear el obstáculo, sino aquellos claramente excluidos cánidos que deambulan por todo Chile con absoluta libertad, a pesar de precisos mensajes de las autoridades pertinentes. El primero pasó cual saeta por sobre mis piernas, adornando mi traje de baño de diminutos granos de arena. El segundo sacudió su estructura molecular y alojó en mi cuerpo una miríada de granos de arena, pero esta vez aglomerada. El tercero ladró. El cuarto ladró aun más. El quinto hizo encomiables esfuerzos por penetrar un inexistente agujero que él, y sólo él, supuso que estaba en la pierna de mi vecino. El sexto fue atacado por el segundo. El séptimo, tal vez pariente del sexto, se sumó a este último y comandó la resistencia contra el segundo. El octavo, fiel a su raza, persiguió sin cansancio una pelota de tenis que iba de una a otra paleta. El noveno, en un afán escatológico, escarbó la arena en procura de encontrar algo que sólo él supo si lo halló. El décimo se unió a las fuerzas del segundo y ayudó a animar una pelea que a todas luces será recordada por sus pares por la heroica resistencia del sexto y séptimo. Y si piensas que no me queda ningún perro, es por que del resto prefiero omitir comentarios. Algunos hicieron actos que avergonzarían hasta al más pulguiento quiltro. Otros pasaron inadvertidos. Y los menos, principalmente aquellos peludos blancos y crespos que se ven frecuentemente enfrentados a la humillación de pasar por peluquerías con los consecuentes resultados de la siutiquería chilensis, se mantuvieron férreamente en sus puestos, atados al fierro de un quitasol.
La verdad es que mi libro era una alpargata al lado de tanta actividad. Demás está agregar que no soy amigo de los perros. No me gusta el olor que emanan. No me gusta ni comprendo su lenguaje. No quiero conocer a la Brigitte Bardot. No deseo participar de ningún foro de amigos del perro, ni hacer causa común con su lucha. Tampoco soy un neurótico, bueno, no en esencia. No le deseo mal a ningún perro. Pero debo suponer que ese mensaje que nos advertía a la entrada de la playa de la imposibilidad de ingresar mascotas, no fue sólo un capricho de un burócrata amasador de testículos, sino la respuesta acuciosa a una seria investigación. Dejémonos de cuentos, los perros en la playa joden, y joden mucho.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

...¡¡¡keremos.. JOdeR.........keremos JOdeR..
.....jajajajaa...:)
.......besos perrunos..blaghhh..:)

julio 14, 2006 9:41 a. m.

 

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