para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

miércoles, 6 de octubre de 2004

Mi primo Héctor I


Era como estar sumergido en una enorme masa viscosa que me hacía sentir realmente mal. Yo quería salir de donde estaba, pero nada hacía presagiar que eso ocurriera sin antes tener que tragar aún mucha más mierda. Santiago puede llegar a ser demasiado insoportable cuando es invierno y estás mal. Puede que el tipo que está sentado a tu lado en la micro se corte las uñas y los trocitos salten hasta tú pantalón. Puede que entres a un baño y un imbécil haya dejado su papel con mierda en el papelero. Puede que el taxista te hable durante todo el viaje. Puede que entres a un Burger King y se celebre un cumpleaños. Es así. Siempre que estás mal, te llega el mal. Y la ciudad te parece peor. Así divagaba yo mientras el metro pasaba una y otra vez sin que me animara a subir. Perdía la vista en los carteles que colgaban frente a mis ojos. Miraba sin procesar lo que veía. Tampoco era que tuviera un pensamiento único que impedía fecundar otros. Sólo estaba allí en el metro mirando y respirando. Mirando y respirando. Cada tanto saltaba una idea que pronto era desechada. Se puede estar así durante mucho tiempo, incluso años, incluso siglos. Para dejar de pensar en la vida sólo basta vivirla en su forma más primitiva, más elemental. Era así que el metro podía ser cualquier cosa, una escuela bombardeada en Sarajevo, un hoyo en el Mapocho, los zapatos de tu tía, el Big Ben. Nada que hubiese sido lograría distraer mi mente de esa vacuidad por donde navegaba. Salvo la aparición de un personaje que no estaba en mis registros recientes, aún cuando su grado de parentesco es más bien cercano. Mi primo Héctor me miró desde el extremo opuesto del vagón y serpenteó entre los cuerpos hasta quedar a escasos centímetros.

- Hola¡
- Hola.
- Viene lleno el metro ¿Ah?
- Es que es viernes.
- Sí, es viernes.
- Mhn...
- Yo no tomo mucho el metro. Siempre viajo en el auto, sólo que hoy tengo restricción.
- Si, lo de la restricción es una mierda.
- Bueno, hay que hacer sacrificios para que respiremos mejor.
- Hay que hacerlos. - dije intentando eludir inútilmente toda esa cara gorda y sana que era mi primo.

Me bajé rápido, sin siquiera mirar el nombre de la estación. Subí las escaleras y ahí estaba ella, plateada y puntuda, esa pesada estructura que nunca volará. El agua brotaba a su alrededor, mis ideas no. Avancé hacia el este, alejándome del monumento a la aviación. Algo del estúpido de mi primo Héctor deambulaba aún en mi cerebro, escenas de algún veraneo en el litoral central, descubriendo que las mujeres tenían algo que por primera vez deseábamos acariciar, aunque en el caso de mi primo se traducía más bien en "succionar". Su lenguaje era escaso, se limitaba a un centenar de palabras de las cuales el setenta por ciento eran relativas al sexo. Podía llegar a ser realmente insoportable cuando tenía en perspectiva un plan de conquista. Te hablaba de la forma en que la tomaría por la cintura, de los calzones que le bajaría "brutalmente", de cómo la besaría por todo el cuerpo hasta hacerla estallar en un orgasmo sin precedentes. Basura, cualquiera que lo viera podía fácilmente deducir que ese tipo los únicos calzones que había logrado bajar eran los de una barbie. Pero bueno, cuando eres adolescente es mejor escuchar a tu compañero, de lo contrario lo pasas realmente mal, más aun si estás pasando el verano en su casa y la cama donde te vas a ir a acostar está junto a la de él. Cuando eres niño tus primos son importantes, luego creces y te vas distanciando, o por lo menos ese fue mi caso. Crecí y ya no había nada que me uniera a ellos, salvo el aspecto sanguíneo, todo lo demás me es absolutamente ajeno, sus ideas políticas, religiosas, su modo de hablar, su humor, sus gustos, sus amigos, nada, ni el más mínimo aspecto podía parecerse a lo que yo era y soy. Los padres de Héctor eran absolutamente austeros, tenían plata para tirar por la ventana, sin embargo vivían un régimen de alimentación tacaño. Recuerdo con rabia los almuerzos en la playa, cuando después de haber pasado toda la mañana entre la arena y el mar, haber subido los 357 escalones de la larga escalera que conectaba a la playa, y aun sin ducharme, una fría y maravillosa botella de Fanta, que era el núcleo de una mesa silenciosa y casi sin vida, me era ofrecida para llenar un diminuto vaso de vidrio verde que apenas lograba mitigar mi sed. Debía esperar por lo menos a terminar la tercera parte de mi plato para preguntar con voz trémula (previa rogativa a dios para que me concediera el beneplácito de un deseo urgente) si era posible que me repitiera la dosis de bebida en mi pequeño vaso verde. Y aun así, después del martirio de la sed y de la inseguridad de recibir una respuesta positiva, normalmente la petición era rematada con un comentario sarcástico de su hermano mayor, insinuando que yo me tomaba la mayor parte de la bebida. Por fortuna, a pesar de todos los contratiempos, yo era algo así como un sobrino regalón y aquellos ácidos comentarios eran inmediatamente acallados por mis tíos. De todas formas jamás pude tomar la cantidad de bebida que deseaba y era habitual que después de cada almuerzo y cena fuera hasta el baño y tomara uno o dos vasos de agua. Aun se me seca la garganta cada vez que recuerdo esa Fanta. A mis primos parecía que les bastaba con tomar un vaso o tal vez era que tenían mayor temor que yo, cualquiera sabe que un sobrino siempre tiene mayor chance de zafar de los enojos de los tíos, es más, la mayor cantidad de veces pagan los hijos los platos rotos por el sobrino. Pero en realidad lo que me hacía eludir los retos de mis tíos era más bien mi rapidez mental para contestar a determinadas preguntas, incluso antes de que mi primo Héctor alcanzara a tartamudear una insignificante respuesta, yo ya me había largado con una mentira digna de compasión por parte de ellos. Generalmente era algo a cerca del “enorme espíritu solidario que había demostrado mi primo cuando accedió, a pesar de que ya se cumplía la hora en que debíamos estar en la casa, a acompañar a unas amigas que las habían dejado botadas sus hermanos mayores”. Eso les hacía babear, a mí tío más que nada, mi tía más bien me miraba con una sonrisa retorcida, como diciendo “mira, pendejo, a otro perro con ese hueso”. Era su forma de demostrar a afecto, como sea era mejor que recibir un coscacho. Eran educaciones muy rígidas, basadas en el miedo, en el poder irrestricto del castigo, de una mano pesada o un grito estremecedor. Mi tío desempeñaba muy bien ese rol. Era un hombre fuerte, amargo, trabajólico, austero y poco amigo de la charla y del buen vino. Sus retos recordaban esos doblajes de películas de la segunda guerra cuando un comandante nazi repartía instrucciones a sus tropas. Mis primos podían desempeñar perfectamente el rol de aplicados soldados o de aterrados judíos aferrados a las rejas de Auschwitz. Era durante los fines de semana, mi tío venía desde Santiago a pasar el fin de semana, generalmente muy temprano en la mañana del sábado, cuando esas escenas bélicas en blanco y negro se repetían en mi cabeza. Mis primos y yo incluido, éramos obligados a levantarnos alrededor de las ocho de la mañana para realizar labores en el patio de atrás. La casa estaba construida sobre un terreno arenoso, más específicamente en lo alto de una duna a la que habían llenado de Eucaliptos para frenar la erosión. El trabajo consistía básicamente en limpiar de hojas el patio, o estirar una larga huincha y medir el comportamiento de la duna. No había opción alguna de escapar de aquellos trabajos forzados. Lo único que quedaba por hacer era realizarlo lo más rápido posible, luego bajar a la playa y mirar el mar con absoluto abandono, comprendiendo que había un espacio libre donde distraer los ojos y la mente. Así son los horizontes. Así son las mentes. Luego mi primo desaparecía, y con él también su padre y sus hermanos. Sólo quedábamos yo y mi horizonte, abrazados de libertad.