para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

martes, 16 de diciembre de 2008

dorothy y todas esas nubes que nos quieren hablar y no decimos nada por pudor

Se había detenido sin ninguna razón aparente, tal vez motivado por algún pensamiento que hubiese cruzado su mente. En todo caso se trataba de un pensamiento que no registró, que se ahogó sin más. A esa hora, las cuatro de la mañana, la plaza se encontraba absolutamente vacía. Los columpios estaban detenidos y sólo las hojas, empujadas por la brisa del verano, le daban una cierta vitalidad a aquel paisaje. Extrajo un cigarrillo del bolsillo interior de su chaqueta y lo encendió con un fósforo que luego arrojó al suelo. Soltó el humo con parsimonia, observando la quietud del lugar y comparándola con el caos que se gestaba en su mente. “¿Cuántas ideas cruzan mi cabeza mientras observo tan sólo un instante ese columpio detenido?” se dijo antes de volver la vista hacia una silueta en la que no había deparado.

-¿No cree que las plazas son extrañas a esta hora? –le dijo la mujer sentada a unos metros del hombre en un escaño de metal y listones de madera.

-¿Disculpe?

-Es como si no tuvieran ninguna utilidad. ¿Ha estado en un parque de diversiones cerrado?

-No, no recuerdo.

-Es extraño, debe ser lo más parecido a la muerte, si es que en ella permanecen estas imágenes. ¿Es usted creyente?

-No, para nada.

-Mi esposo murió hace tres años, sabe, perdió el control de su auto y se estrelló contra un muro a más de cien kilómetros por hora.

-Lo siento.

-Cuando tuve que identificar su cuerpo solo les pedí que me mostraran sus manos. Tenía unas manos muy bellas, los dedos largos y finos, podría haber sido pianista, pero no tenía oído para la música, le daba igual qué música escuchar, rock, folk, clásica, para él era lo mismo; en fin, tomé sus manos, frías, distantes, podría decirse que ya no eran sus manos, sólo las extremidades de un cadáver. De todas formas era él, no necesité ver más. No quise ver más. Firmé unos papeles y salí de allí corriendo. Casi no recuerdo el funeral, fue todo tan rápido y violento que supongo que algún mecanismo de defensa se activó para mitigar el dolor y enviar lo más lejos posible todas esas imágenes. Luego me encerré en mi casa por tres meses.

-¿Qué hizo después, digo, luego que salió por fin de su casa?

-Él había tomado un seguro de vida. Me dejó una importante suma de dinero. No tuve que preocuparme por otra cosa que no fuera salir del vacío que habitaba. Desde entonces busco el sosiego.

-Bueno, este es un lugar bastante sosegado, pero no deja de ser deprimente.

-El parque de diversiones vacío me produjo la misma sensación que las manos de mi esposo muerto. La inutilidad de esas inmensas estructuras detenidas era algo que me producía mucho espanto.

-Entiendo. ¿Y usted es creyente?

-No tengo una respuesta clara a esa pregunta. Por lo menos no he encontrado el sosiego en ninguna religión.

-¿Y en las plazas desiertas?

La mujer lo miró un instante, luego miró en distintas direcciones, como si buscara una respuesta imposible en cada rincón de la plaza. No era una mujer bella, pero tenía lo suyo, digamos que de cierta manera encantaba. Se hizo a un lado y ofreció asiento al hombre, que a hasta ese momento se mantenía en la misma posición en que se había detenido sin razón aparente. El hombre aplastó la colilla de su cigarrillo contra la grava de la plaza y se sentó junto a la mujer. Estuvieron un rato callados, ambos mirando hacia esa plaza vacía. Cualquiera que hubiese pasado por ahí habría pensado, con toda razón, que ellos formaban una pareja, una de tantas parejas que busca una explicación a lo que les ocurre, como si esa respuesta estuviera flotando en algún punto inexacto, como si ella fuera un espectro que de un momento a otro toma forma y aparece, por detrás de un arbusto, en la copa de un árbol o colgando de una estrella. Porque una gran cantidad de las parejas no saben realmente qué es el amor, menos aún cómo llevarlo a cuestas, y entonces, como los drogadictos, solo saben de su carencia, de la necesidad imperiosa de clavarse la jeringa que contiene el amor. Pero no, ya sabemos, ellos no son pareja, son dos extraños que han coincidido en una plaza vacía a las cuatro de la mañana. Ella buscando el sosiego. Él con un caos de ideas en su cabeza.

-Esta vez no he llegado hasta aquí por sosiego, es solo que no he podido dormir, he estado dando vueltas por la cama sin lograr pegar un ojo. ¿Ha tenido usted la sensación de que el tiempo avanza y uno permanece detenido, como si nuestros pies estuvieran a unos centímetros sobre el suelo?

-Tal vez la he tenido, pero no recuerdo exactamente el motivo.

-Usted no recuerda muchas cosas.

-La verdad es que me paso la mitad del tiempo intentando olvidar.

-¿Por qué?

-No soy feliz, tengo todo para serlo, sin embargo siempre tengo la sensación de estar arrastrando algo muy pesado, soy como un pescador que tira de una ballena atrapada en su anzuelo, tiene carne para vivir dos vidas, pero no logra llevarla a casa.

-¿Y por qué no la deja? ¿Por qué no corta el sedal?

-No es fácil, sabe, la mitad del tiempo estamos persiguiendo algo que no sabemos exactamente qué es, de igual forma seguimos avanzando, no nos dejamos claudicar tan fácilmente, ¿por qué habría de hacerlo ahora que tengo el pez por la boca?

-No sé, tal vez simplemente porque no le apetece ese pez.

El hombre pensó responder, pero no encontró una respuesta válida. Se sintió atrapado y prefirió buscar refugio en las luces de un edificio que se alzaba en medio de toda esa oscuridad. Era uno de esos edificios enormes, de aquellos que tienen una recepción de hotel de cinco estrellas. “Toda esa gente”, pensó el hombre, “todas esas mentes girando alrededor de un sueño que en muchos casos podría parecerse al mío”.

-¿No cree usted -dijo por fin el hombre, mirando hacia lo alto. -que en ese edificio podría haber un buen número de personas que nos solucionarían la mitad de nuestras penas?

-Si no creyera en eso no saldría de mi casa. Todo el sosiego que busco, claramente, no se encuentra al interior de mi hogar.

-Muy cerca de esta plaza, tal vez a no más de dos o tres manzanas hay un tipo que vende flores, flores de todo el mundo. Cuando llega con su carro cargado de flores puede resultar un gran espectáculo. Incluso hay niños que lo siguen por varias cuadras recogiendo las flores que caen. A veces, cuando tengo una pena, voy hasta su florería y compro alguna para quitarme esa pena. Si por el contrario, tengo una inmensa alegría, voy hasta allá y lo abrazo. Ni siquiera sé su nombre, nunca se lo he preguntado, no es nada premeditado, debo suponer que es parte de nuestro lenguaje, un código sin palabras, solo gestos que verifican nuestro ánimo, más bien mi ánimo, pues él, la mayor parte del tiempo está contento. Sonríe ante la menor provocación. Puede ser un gato que cruza la calle. A veces el sol. Otras puede ser la lluvia que hace correr a un sujeto con el paraguas volteado. Cuando él recibe mi abrazo no me dice nada, se limita a presionar las yemas de sus dedos contra mis omóplatos y esperar con paciencia a que yo afloje la presión. Nos despedimos con el mismo silencio que nos recibimos. Luego llego a mi casa y anoto en un cuaderno, una especie de diario que escribo de tanto en tanto, una nueva marca en el registro de abrazos o en la cuenta de flores.

-¿Para qué?

-Porque no quiero morirme de pena. Porque siempre deseo comprar menos flores que abrazos.

-Es que no tiene sentido.

-Tampoco lo tiene esta plaza vacía. Menos el parque de diversiones y todos esos espectros. Menos aún el recuerdo de unas manos muertas.

-¿Usted cree que soy patética?

-Sí, es usted patética. –dijo el hombre que se detuvo sin razón a aparente.

-Usted es el patético, un tipo que anota records de abrazos y flores en un cuaderno es lo más patético que he visto en mi vida.

-Más aun, un tipo que cree que todas esas luces que dibujan ese edificio pueden guardar el misterio de su propia vida. Qué le puedo decir, debiera cantar “somewhere over the rainbow”.

-Debiéramos hacer un coro, usted no lo haría mal de hombre de hojalata.

-Creo que más bien soy el león cobarde.

-No. Alguien que registra sus penas y alegrías no puede ser un cobarde.

-Un patético sí.

-Sí. –dijo la mujer, detenida en una ventana que pronto apagó su luz.