para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

martes, 5 de octubre de 2004

El Loco Ismael

Catalina había llegado hacía unos instantes. Yo estaba intentando darle algo más de carácter de pieza a mi reservado bajo la escala. Había pegado en la pared unas ilustraciones y en la puerta que daba al patio interior puse, en cada rectángulo de vidrio, un papel opaco, tipo sueco. Como estaba concentrado en mis cosas, sólo la divisé pasar rauda hacia la cocina o tal vez al baño. Un ligero y efímero “hola” salió disparado de su boca y cayó como un pájaro herido a unos centímetros de mi cama, lo miré y seguí en lo mío. Contemplé absorto aquel espacio y fingí estar de acuerdo con lo que había logrado. Mentirse a sí mismo es una dura tarea, más aún cuando la mentira cuelga de hilos desmembrados. De cualquier forma no estaba tan mal aquello, aún cuando faltaba resolver el asunto de la privacidad. La verdad es que estaba sumamente expuesto, como ya dije, no se trataba de una pieza, sino más bien de un “cuchitril” sin puerta. Pero no me preocupé de la privacidad hasta el día que un estúpido accidente me apremió a hacerlo. Era un viernes por la tarde y estábamos reunidos en mi cuchitril, había un buen lote. Una cerveza de litro corría de boca en boca, mientras deslizábamos alguna sugerencia para matar aquel viernes. Éramos todos pobres y había que tener imaginación para divertirse, no sacábamos nada con salir a la calle cuando los fondos de nuestros bolsillos pesaban menos que el hígado de un ángel. Diversión era todo lo que queríamos. Toda nuestra vida, nuestra mínima vida, era un mero esfuerzo por encontrar algo de diversión, algo que nos desviara de ese riel oxidado por el que transitábamos. Diversión, ¡Qué palabra!, cuánto encerraba su significado en nuestras mentes apretadas y alteradas. Era la droga que inyectaba nuestros motores, la sustancia cósmica que prendía la mecha del cuetazo sideral. Una vez en marcha nada nos detendría. El sueño, aún cuando se manifestara de diversas formas en cada uno de nosotros, era sólo uno: Una ligera saeta que en su punta guardaba el secreto veneno de la inmortalidad. No era tan importante la morfología lúdica de nuestro viaje, como el infinito goce de sentirse liberado. Los grilletes de la conciencia estallaban en mil pedazos y el sueño comenzaba a hilar su plan esencial. ¿Dónde se desarrollaba aquella irrupción? Habitaba en un lugar indefinido, un hueco inefable que se halla en medio de esa laguna insustancial a la que llamamos alma. Allí, donde las esquirlas de la risa danzan su baile de San Bito. Como dije, éramos pobres y por lo mismo, debíamos apostar todo a nuestra imaginación, tejer nuestras propias alas, desenhebrando la materia que otros rechazaban. De más está decir que el alcohol y algunas drogas nos ayudaban bastante en esas peripecias. Más que nada pisco y hierba, la mixtura escatológica del Chile lindo, bombardeando el cerebro, descerrajando las bóvedas subterráneas donde yace anestesiado nuestro alter ego histérico, ese que despertó y mató al vecino con el hacha, aquel que se dejó besar por otro hombre, el que bailó la danza sufi con los pies desnudos en la plaza Italia, la bestia que el dolor y la culpa no deja ver la luz. Nada se esconde, nadie logrará aferrarse a un madero el suficiente tiempo para no descender al fondo del ponto nostrum, liberado y atrapado por la mixtura, ardiendo en su nirvana, quemando las naves y las ropas, y el verbo como una serpiente inyectada de coca, mordiendo la fibra nerviosa, depositando su veneno de la verdad desnuda. Es así, la droga te amplía el espectro de luz, mientras el alcohol despierta al milodonte. La mezcla es frenética y no siempre de resultados alentadores. Claro que hay días mejores que otros. Claro que el horror siempre está a un costado del gozo.
Aquella tarde no teníamos un plan definido, sólo estábamos allí, dándole a la cerveza. Fue entonces que apareció. Nos descubrió a través de la puerta vidrio de la entrada. A la salida de mi cuchitril había un gran espejo ovalado con marco de madera, en el que se acicalaban mis dos actrices. El tipo nos vio reflejados en el espejo y entró. Abrir la puerta sin llave no fue un impedimento, cualquiera con algo de imaginación lo hubiera hecho.
- Hola. –nos dijo desde su descomunal tamaño.
Era el loco Ismael con su trompeta bajo el brazo. Se había teñido el pelo amarillo mireya y hacía un mes que no tomaba litio. Sus ojos daban vueltas en círculos, lo mismo que sus ideas. El loco Ismael era el prototipo de genio-loco. Podía tocar la trompeta como los dioses y hablar con gran conocimiento de cualquier tema, por muy recóndito que fuera su origen. Su fuerte era la música, pero también sabía bastante de literatura. Debo reconocer que disfruté de largas conversaciones con él. En general era una persona muy entretenida, su único y gran problema era su adicción a las drogas. Tenía un desequilibrio congénito que lo obligaba a medicarse con litio diariamente, pero cuando comenzaba a tomar otras drogas dejaba el litio y dios te ampare de encontrarte con él en la calle, peor aún, en tu propia casa. Nada que dijeras lograba desviarlo de su propósito, el que fuera. Si le daba por ir a algún lugar específico y quería que lo acompañaras, te forzaba a hacerlo. Concretamente te arrastraba por las veredas o te empujaba dentro de un taxi, en el que te dejaba colgado dándole explicaciones al chofer, mientras él tardaba tres cuartos de hora en salir de una casa, probablemente cargado de pastillas que te metía en la boca antes de que pudieras darte cuenta. Toparte con el loco Ismael era aventura, quisieras o no. Sus casi dos metros de altura y su magnética personalidad eran atemorizantes. En aquella época, estoy hablando del año ochenta y cinco, era peor aún. La libertad que nos permitía la corriente new wave y el punk le daban un aspecto intimidador, parecía un personaje sacado del cómic de Peter Punk. Poleras sin mangas, aros grandes, pelo sucio y levantado con limón, jeans negros pegados a sus flacas y eternas extremidades, bototos y ojos desorbitados, inyectados de sangre drogada. La gente que pasaba a su lado se atemorizaba, no sabían cómo reaccionar o simplemente corrían pavoridos. Al loco Ismael eso lo tenía sin cuidado. Cuando estaba en esos estados, nada podía importarle menos que lo que pasara alrededor de él, sólo veía un túnel por el que transitaba. Un túnel en el que la salida estaba alumbrada por droga, cuetes, coca, pepas, quetamina, morfina, codeína, lo que estuviera a mano. Por el contrario, sino tenía droga al alcance, la cosa se le ponía fea, la desembocadura del túnel se alejaba, se convertía en un ínfimo punto de luz que aumentaba su angustia hasta extremos, muchas veces peligrosos.
Sin embargo aquella tarde estaba más calmado. Nos homenajeó con un solo de Miles Davis y nos ayudó a bajar una cerveza. Dijo que venía de ver a un tarotista, y éste le había dicho que algo extraño ocurriría en esos días. No le había especificado qué ni cómo ocurriría, así que el loco Ismael estaba alerta, con la espalda pegada a la pared, buscando referencias de ese acontecimiento, algo que lo ayudara a descifrarlo antes del desenlace. No quería que lo pillara desprevenido.
- ¿No te dijo nada más? – Le preguntó Mariela, una amiga que andaba con un escultor que a veces caía por allí.
- No, sólo que algo ocurrirá. No sé si algo lindo o algo feo, sólo sé que ocurrirá.
- Eso me suena a Nostradamus – Dije yo.
- No importa cómo te suene, mientras creas.
- Sí, claro, Ismael.

Cuando la última gota de una escuálida cerveza cayó sobre su boca, el loco Ismael nos dirigió una reverencia y se marchó. Nos miramos sin nada que agregar y luego el grupo se desmembró. Sólo quedé yo y un envase de cerveza sin cerveza. Me paré de la cama y giré el espejo. Ya era suficiente con no tener puerta. Al volver pateé sin querer la cerveza. Rodó hasta perderse bajo la cama. Abrí la puerta del patio exterior y me eché sobre una cama que descansaba solitaria en aquel espacio de dos por cuatro metros con cielo incluido. Me quedé contemplando ese pequeño territorio cósmico que delimitaban los techos. Conté cinco palomas que atravesaron el cielo y dos que descansaron unos instantes para luego retomar su vuelo. Estuve así un largo rato. Esperaba que algo sucediera. Siempre estaba esperando que algo sucediera. Finalmente se abrió una ventana del segundo piso. Era una de mis vecinas. Otra loca más que interrumpía mi vida. Hola, Felipe, me dice Pía. Hola le digo yo desde la cama. Quiere que le vaya a ayudar a matar una rata que está en su pieza. Me dice que está con su novio y que éste la tiene atrapada contra un mueble, pero que necesita ayuda. Como estaba echado sobre la cama no tenía ninguna excusa para decirle que no podía subir, así que tuve que resignarme a enfrentar a la rata, panorama que me producía un infinito asco. Di la vuelta por el ante jardín y toque la puerta. Pía tiró del cordel desde el segundo piso y entonces subí la larga escala de madera que terminaba frente a la ventana por la que ella se había asomado a interrumpir mi vaguedad contemplativa. Me dijo que entrara a la pieza, que allí estaba su novio y la rata. Entré y vi al tipo con ambas manos empujando una cajonera de madera. Me hizo un breve saludo y me pidió que estuviera alerta para cuando él dejara de hacer presión contra el muro, pues la rata podría salir disparada buscando refugio. Tomé una escoba que estaba junto a la cama de Pía y me apresté a esperar lo que ocurriese. El novio disminuyó la presión y me gritó. Alcé la escoba para darle a la rata, pero no pasó nada, sólo sentimos un sordo y leve golpe contra el suelo. El novio corrió el mueble y allí estaba la rata, tan tiesa como pata de perro envenenado. Las costillas le deben haber roto los pulmones, me explicó el novio. Ya, le dije yo. Abrí la puerta y entró Pía. Nos ofreció comprar unas cervezas por el esfuerzo. Le dije que si no tenía problema podía ir a comprarlas yo.
Fui caminando, feliz de estar al sol, estirando las piernas y silbando un bolero. Compré dos cervezas de litro y volví, ahora por la vereda de enfrente. Como me sobraron unas monedas y tenía un hambre de la puta madre, siempre tenía un hambre de la puta madre, decidí comprarme un pan y una tajada de queso. Fui hasta el almacén Marjory.
- ¿Cómo está, Felipito? – Me dijo don Arturo.
- Aquí, como me ve.
- Está bien flaco, usted, tiene que comer más y chupar menos.
- ¿Cómo se hace eso?
Volví a cruzar la calle y antes de subir pasé por mi casa para comerme el pan sin que Pía y su novio lo notaran. Acabé el pan y subí. Nos bajamos las cervezas sin prisa. Ellos veían una teleserie. Yo la veía también, pero no prestaba atención. Pensaba en la rata y sus pulmones reventados. Pensaba en el loco Ismael y su trompeta. Pensaba en que era viernes y que tendría que ir hasta el pub donde trabajaba y hacerme cargo de las borracheras de la mitad de los giles que llegarían hasta allí a matar el tiempo.

1 Comments:

Blogger Moumon said...

felipe, que le paso al loco de extraordinario? me dejaste metio....


(pa' que pregunto que fue del cuchitril)

noviembre 29, 2009 12:35 a. m.

 

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