para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

miércoles, 6 de octubre de 2004

Concierto Para Cuerdas


"Siempre es mejor inventarse una vida", le había escuchado decir una vez en un bar a un tipo que llevaba varios días emborrachándose. Llegaba a las once de la mañana y se largaba a las cinco, siempre igual de borracho, sin escándalo, tal cual entrara en la mañana. La tercera vez que lo vi me acerqué y le ofrecí un trago.
- Vodka tónica. - me dijo con una sonrisa.
- Dos vodka tónica. - le dije al barman y me senté junto a él.
- ¿Trabajas por aquí? - me preguntó.
- Si, en el edificio de enfrente ¿Lo conoce?
- No.
- Es una empresa de consultas.
- ¿Sí?
- Consultas financieras.
- O sea ¿Yo podría ir y preguntarles cómo conseguir dinero?
- Bueno, esencialmente se trata de eso.
- ¿Y tú qué haces ahí?
- Soy abogado.
- Ya. Tú eres el que les dice a esos financistas de qué forma hacerlo para que se sustente en la ley algo que a la vista de cualquiera es un vulgar robo.
- Bueno, en esencia es eso.
- En esencia parece que trabajas para puros estafadores.
- Prefiero referirme a ellos como estrategas.
- Está bien, no lo tomes a mal. Al final todos trabajamos para estafadores, dios mismo es un estafador.
- Si, puede ser, tal vez sería mejor morir.
- No, es mejor inventarse una vida. - me dijo mirando las estanterías llenas de botellas, como si ahí estuviera el generador de la historia que estaba a segundos de largar. - Como aquella institutriz que de tanto creerse reina acabó reinando en su propio país. Fue tanto lo que insistió que al final aparecieron unos papeles que acreditaban su testimonio. Nadie supo cómo habían aparecido esos papeles, lo cierto es que además de tener que instituir una monarquía, tuvieron que rendirle pleitesía a una reina que a los ojos de cualquiera era una loca rematada. Cierto es también que su reinado no se prolongó por mucho tiempo, ya que al tercer día apareció inexplicablemente muerta. Todo volvió a la normalidad, salvo la educación de Angelita, la niña para quien la difunta reina ejercía de institutriz. Sus días se tornaron inútiles, todo consistía en hacer nada, se levantaba y quedaba desocupada. Aprendió el arte de la inercia y la inamovilidad, podía pasar largas horas pegada al cristal de la ventana, mirando, mirando, mirando. Pronto empezó a engordar. Su madre recorrió las calles en busca de alguna institutriz, pero el país era tan pequeño que el cuento ya había corrido de este a oeste y de norte a sur en breve tiempo. Decían que la niña Angelita olía mal y que estaba tan loca como la difunta reina. En consecuencia nadie quería aceptar el cargo, ni siquiera considerando que el dinero que ofrecía la madre de Angelita representaba un salario más que exagerado para una institutriz. Angelita se quedó sin educación y sin ropa de su talla. Casi había hecho un hoyo en el cristal de la ventana de tanto suspirar su inercia. Hubo que reemplazar su cama por una de dos plazas. También contrataron otra cocinera, pues la señora Frilansky no alcanzaba a terminar el aseo cuando Angelita ya estaba pidiendo más comida. La casa acabó oliendo peor que Angelita. La madre estaba todo el tiempo con un pañuelo mojado en colonia. De tanto frotarse la nariz se provocó un absceso que derivó en tumor y finalmente tuvieron que amputarle media nariz y parte del labio superior. Nunca más se atrevió a salir a la calle, por lo que, como su hija, aprendió también el arte de la inercia y la inamovilidad, y las consecuencias que este arte trae consigo. La casa terminó siendo habitada por las dos sirvientas, pues madre e hija prefirieron el encierro y la comida. Tanto engordaron que un día aparecieron muertas, estranguladas por sus propios pliegues. La señora Frilansky hizo un gran hoyo en el patio trasero y las enterró a ambas. Pero en un país pequeño las noticias no alcanzan a ser noticias. Todo el mundo se enteró de lo ocurrido, aunque prefirieron hacer oídos sordos. Nadie echaría de menos a quienes ni siquiera salían de sus cuartos. Así fue como la señora Frilansky acabó siendo la legítima dueña de esa propiedad y en poco tiempo de toda la fortuna de la difunta mujer.
- Esa mujer me recuerda a muchos de mis colegas.
- ¿La señora Frilansky?
- Sí, la señora Frilansky. Bueno, ¿Pero usted no decía que era mejor inventarse una vida?
- Si, claro.
- ¿Y qué hay de la institutriz? ¿Acaso no terminó ahorcada?
- Si, pero fue reina.
- Tan sólo tres días.
- Se puede vivir muchos años lamiendo una piedra plana.
- Creo que entiendo lo que quiere decir eso.
- ¡Salud! - dijo con otra sonrisa
- ¡Salud! - dije yo mirando como él minutos antes las botellas de la estantería.
- Años más tarde, por boca de un lustrabotas que, estando en su ya nombrado oficio, atisbó entre las piernas y los autos a su viejo amigo Spivak, el que le contó que un tal Rochester de Roncesvalles tenía información que a su vez le había proporcionado el primo de la ama de llaves de los O'Connors, quien por un asunto de trabajo tuvo la oportunidad de entrar a palacio y, destapando el lavamanos del despacho real, escuchó el nombre de quien había dado muerte a la reina loca. Por lo que no tardó en enterarse el país entero que la señora Frilansky era la asesina. Obligados a cumplir lo que la constitución demandaba, la señora Frilansky fue conducida una mañana de junio en la que el sol parecía derramarse sobre la esfera y el vapor que despedía hacía que los saltamontes jugaran a las escondidas, inevitablemente hacia el cadalso y luego...¡Pum! Sólo su cuerpo quedó pendiendo de la apretada cuerda, su alma salió disparada a esperar sentencia. Le dieron treinta años de zurcir overoles. Claro que todo esto en boca de uno que dice ser lustrabotas puede parecer una fantasía. Pero da igual si te lo acaba de contar un borracho.