para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

lunes, 30 de julio de 2007

Carta desde un edificio en llamas



No tendría por qué haberlo hecho, justo ahora acordarme de Cacho, una casualidad de esas que no tienen explicación, que se precipitan como una maceta arrojada desde el piso nueve. Cacho, justo Cacho. Me dirás que no es extraño, que esas relaciones sí ocurren, y más comúnmente de lo que uno imagina. Me dirás todas esas cosas porque no tienes otra manera de pensar, porque simplemente así es como lo ves todo, a través de un lente que, bajo quién sabe cuál artificio óptico, logra hacer coincidir los puntos más distantes, las más desencajadas estructuras. Me dirás que lo más lógico era que la imagen de Cacho se me apareciese, que el asunto es que yo no encuentro las fisuras por donde se cuelan las historias, que no soy capaz de atar cabos sueltos, que entre A y B yo solo atisbo un vacío, la estela que A ha dejado antes de tocar a B y volver a su base. Me dirás que había una señal clara, un hito imposible de obviar que yo no vi. ¿Te acuerdas que Cacho siempre tenía frases para cada circunstancia?, como esos tipos que largan un refrán ante la menor provocación. “Todas las canciones se parecen”, te decía cuando uno adivinaba una cierta coincidencia entre un tema y otro. “El problema es que tú siempre te pones en el corazón de la presa y no en el del cazador”, largaba cuando alguien defendía a la víctima. ¿Por qué Cacho ahora? ¿Por qué la cara larga y angulosa de Cacho? Por más que lo pienso y desando ese desierto que se expande entre las dos primeras letras del abecedario, y miro casi de reojo hacia la periferia de la memoria, de mi memoria, no logro descifrar el código. Es cierto, el edificio está en llamas y desde los pisos de más abajo se pueden escuchar gritos de auxilio, gritos desgarradores que me obligan a taparme los oídos y cantar en susurros. También se escuchan las voces de la calle, más distantes claro, gritos de madres tal vez o de hermanos, de parientes y mirones de turno, de bomberos y policías histéricos que mejor harían en controlar el tránsito. Hay otras voces que parecen provenir del más allá -vaya frase para describir lo que escucho-, de cuerpos que, aunque muertos, asfixiados o quemados, siguen respondiendo a estímulos exteriores, o quien sabe, sean sus almas las que gritan, ya no sus gargantas. Esto es así: el edificio está en llamas y la cara de Cacho se alza sobre mis ojos como una luna menguante dibujada por un niño, un niño que no arde, que ha tenido el tiempo y la dedicación para crearla, un niño que tal vez pude ser yo si no estuviera atrapado. ¿Te conté que a veces me encontraba con él?, sí, ya sé que está muerto. No me voy a poner esotérico a esta hora de la vida, menos aun cuando esta torre de Babel está lejos de alcanzar el cielo. No es casualidad que te hable de Babel, ya que los gritos que se escuchan me llegan a ratos como lenguas extintas, en fin, una mariconada si lo pienso, y más si lo escribo en medio de este caos. Cacho murió hace ya tres años ¿no? Una muerte estúpida, nunca te lo dije, tal vez porque ya era tarde para cualquier palabra, pero yo lo maté. Yo estaba en ese puente desde el que dijeron –y dije- se lanzó. Supongo que no es el momento para que me mientas, menos si no tendré oportunidad de escucharte. Que fuera tu amante era suficiente motivo para ejercer presión sobre sus hombros y ver su cara de luna caer hacia ese río inmundo. Pero no lo maté por eso. Fue un instante en el que simplemente comprendí que podía hacerlo y lo hice. Te seguiría escribiendo, pero las llamas están consumiendo el papel, y el lápiz y

viernes, 6 de julio de 2007

subsuelo


Siempre tuviste miedo, un miedo enquistado en tu cuerpo. Un miedo que se deslizaba por tus venas, despertando la fragilidad que eras tú, una sola fragilidad compuesta de células atemorizadas. ¿Por qué? Nada, tan solo un azar, una composición inadecuada. Naciste con miedo y éste convivió contigo, sin importarle los beneficios o inconvenientes que su compañía te reportara. Tu mayor miedo era el sin sentido, ese que se apoderaba de tus nervios sin representación, como esos sonidos del cine que no tienen un origen natural, que estallan en la pantalla haciéndonos remecer en nuestras butacas. Este miedo siempre era precedido de un sonido subterráneo, o mejor dicho: subcutáneo. Supongo que la aceleración de información de tu sistema neurológico emitía algún tipo de señal que resultaba, para tus oídos, como el movimiento de seres invisibles, como un zorzal escucharía a un enorme gusano bajo sus pies. Pero tú eras el gusano con la oreja en el zorzal, el gusano que se atemorizaba con su propia huella sonora. Adivinaste un día que todo había comenzado desde el primer instante en que tus pulmones se llenaron de oxígeno, luego dijiste: quién sabe, tal vez ya estaba atemorizado escuchando la respiración de mi madre, mientras flotaba en el universo uterino. Nunca lo venciste, decidiste vivir con él sin enfrentarlo, porque no sabes de otra vida, porque ese miedo es tu medicina, un suero atado a tu alma que te permite estar alerta, percibir hasta el mínimo roce, la más ínfima posibilidad de que tu espacio sea burlado, de que tus sueños se desprendan y caigan sin respuesta al pavimento. A veces tienes recuerdos de miedos más concretos: ves a tu padre salir de la casa sabiendo que no volverá, que ya no, que no más protección, que hay otros tres niños pecosos con los ojos abiertos y el corazón desolado, que una madre llora sin lágrimas en algún espacio invisible. Tienes miedo y sabes que no se irá, que la imagen se transformará en otra fotografía, otra versión más de tu miedo.
Entonces un día tomas un lápiz y un cuaderno con tapas de cartón negro y escribes una historia, la historia de un hombre que ha sido víctima de amnesia, la historia de alguien que no teme porque no tiene recuerdos a qué temer, porque ni su nombre le sugiere algo. Luego sigues escribiendo y aceptas que de alguna manera, que no comprendes bien, aun cuando te dibujas una explicación coherente, el miedo se afloja.