para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

martes, 5 de octubre de 2004

Sábado Muerto

Era una de esas tardes en las que el tiempo parece que danzara como una morsa drogada. Yo estaba echado en una cama que era considerada permanentemente como sofá. Tenía la mente floja y el televisor encendido. Un viejo Antú pintado por el hermano de Catalina, una de las minas con las que compartía aquella casa, la morena. El hermano vivía en Rotterdam y era artista plástico. Yo miraba el televisor y veía a la Andrea Tassa y me importaba una mierda dónde viviera el hermano. Y me importaba una mierda la Tassa. Detrás del sofá había una ventana desde donde se divisaba algo de cielo. Yo miraba ese algo de cielo y luego otro tanto de tele. Un sábado muerto, pensé. La tarde de un sábado muerto. La tarde de todos los sábados muertos. Ningún pensamiento periférico lograba estimular ese sueño podrido. La morsa del tiempo bailaba su danza con velos descoloridos, como cortinas de prostíbulo rumano, y agitaba su colosal estructura. Nada cambiaba. La tarde se estiraba en su hilo inocuo y yo salí al patio y un calzón enorme me golpeó la cara. Pensé en la morsa y reí. No lo suficiente. Levanté el calzón del suelo y lo volví a colgar del alambre. Dejé el patio y fui a la cocina. Los platos seguían en su lugar. La llave continuaba goteando. La mosca del techo casi no se había movido. Tal vez esté muerta, pensé. Como la tarde. Me senté en una silla de madera y apoyé los codos en una pequeña mesa coja. Las baldosas del piso eran rojas, pero estaban viejas y habían adquirido un color deslavado y sucio. Una cucaracha cruzó a toda velocidad la cocina y se perdió bajo el mueble de los platos. Me pregunté si para ella este también sería un sábado muerto. Probablemente no distinga un sábado de un lunes. Quién sabe, esos bichos se han adaptado a innumerables más obstáculos que yo. Seguramente distinguen por lo menos un día común, por ejemplo un martes, de un sábado. Deben haber constatado que el sábado hay más o menos comida en el suelo. O más o menos silencio. O más o menos mierda en el water. Esos desgraciados nos van a enterrar a todos. Probablemente era un gran día para él. Quién sabe si fue hasta el almacén por más cerveza. Debieron tener una tremenda fiesta allá abajo. Todas las cucarachas de la cocina se estaban dando la gran vida mientras yo intentaba cortarle el rollo a esa puta tarde muerta. Robert Smith lloraba desconsolado desde la niebla de un bosque de Birmingham. Luego la Tassa anunció a Phil Collins y en el refrigerador no había ni media cerveza. ¿Hay alguien que haya sobrevivido a eso? ¿Existe en el mundo un alma gemela que no se haya quitado la vida luego de ese sufrimiento? Recordé que el día que llegué a esa casa de Bellavista había en el patio interior una figura humana dibujada en el piso. Se trataba de uno de esos diagramas que hacen los policías para marcar la posición de un cadáver. No sabía por qué lo habían hecho, aunque tenía claro que nadie había muerto allí recientemente. Con la ironía que puede desatar una tarde como aquella, la analogía no tardó en caer y, por supuesto, aquella silueta dibujada en el patio interior se transformó en el ícono de una necrófila analogía que no me dejaría tranquilo por algunos minutos, quizás horas. Me convencí de que estaba condenado en aquella casa. Y el infierno al que me condenaban era precisamente ése: La Tassa y la nada. O era capaz de compartir con las cucarachas o me las tenía que batir con aquella fanática de Phil Collins. Y no pienses que bastaba con apagar el televisor, esa es una ingenuidad. Pensé por un largo instante que no saldría vivo de esa experiencia, pero como todas las cosas que se resuelven por la inercia del afectado, sonó la campana. Más bien el timbre. En realidad unos golpes en el vidrio de la puerta.
- Hola. -me dijo una mujer de mediana estatura y ligeramente hermosa.
- Hola. -respondí y la invité a entrar.
- Soy tu vecina del piso de arriba. Me llamo Paula.
- ¿Has estado todo el día allá arriba?
- Sí, aunque la mitad de él durmiendo.
- ¿Tienes televisor?
- No.
- Eso facilita mucho las cosas.
- ¿Perdón?
- No, nada, disculpa. No ha sido un gran día. Me llamo Felipe.
- Paula.
- Claro, lo acabas de decir.
- Eres observador.
- Me vuelvo a disculpar. Verás, hace mucho rato que no hablaba con alguien. Aparte de escuchar a la Tassa, no creo que haya realizado nada más distractor.
- ¿Las chicas no están?
- No. Una, la rubia, partió al sur. Creo que tiene familiares en Constitución. La otra es un misterio. ¿Es cierto que el hermano es famoso?
- Sí, algo ha hecho.
- ¿Aparte de pintar el televisor?
- Tiene a su haber una cómoda y un microondas.
- Toda una carrera. ¿Y tú?
- No, lo mío no son los muebles.
- Está bien, creo que tampoco has tenido una buena tarde.
- Tengo una botella de tinto arriba.
- En ella puede estar la salvación.
- Pareces otro borracho más.
- Yo diría que soy un desesperado.
- ¿Subes?
- Vamos.
Sólo teníamos que subir una escalera junto a la puerta de entrada. Era una vieja casona que había sido dividida en dos. El primer piso lo ocupan la rubia, la morena y yo. El segundo estaba habitado por tres minas y un tipo que llegaría más tarde, sólo unas pocas semanas después que yo. Nos sentamos en un sofá, frente a una pequeña cocina en la que sólo cabía una olla y quien cocinara. Descorché el tinto y serví en dos vasos que antes eran envases de algo que nunca sabría. No se me ocurrió nada original por lo que brindar, así que me di un buen trago de Santa Rita dos medallas, nunca llegaríamos a las tres. Era absurdo pensar en esa carrera escatológica cuando apenas teníamos para un mediocre desayuno. Estuvimos tomando un rato sin hablar. Como dos viejos sentados en un porche mirando pasar las horas y los autos y gatos. Yo por mi parte estaba realmente feliz. Alguien me había rescatado del infierno. Quería responderle con versos alados, pero no daba con las palabras correctas. Sentía que cada vez que abría la boca era para decir una estupidez o simplemente para escupir ácido. Opté por callar. Pronto ella comenzó a hablar. En un principio tímidamente, al cabo de unos minutos no había forma de intervenir. Era como si hubiera tenido algo obstruyendo su boca. Las palabras brotaron desbocadas y yo las recibía y acariciaba como un niño falto de cariño, arrullado y salvado del abandono. Me decía que su hermano tenía fotofobia y que se afeitaba y cagaba a oscuras. Yo pensé que aquellas tareas no eran difíciles de realizar sin luz, pero luego pensé que era terrible afeitarse y no saber cómo iba quedando el asunto, peor aun era cagar y no ver el papel con el que te limpias. Su hermano tenía fotofobia y nadie sabía por qué, menos él. Así que un día ella va y le dice a su hermano: ¿Por qué tienes fotofobia? Entonces el hermano le dice: No sé. Ella le dice: ¿Pero qué es exactamente lo que te molesta? El le dice: Me molestan los colores. Luego ella no supo qué decirle. El hermano era mucho más inteligente que ella, así que pensó que de seguro aquella charla no le daría las respuestas que deseaba escuchar, por lo que no volvió a preguntarle por su fotofobia. Yo pensé que se trataba de una situación momentánea, que de seguro el hermano ya no tenía ese mal y que probablemente estaba casado y tenía hijos y un auto y por supuesto una mujer que no le preguntaba por su antigua fotofobia. Luego rellené los vasos y volvimos a quedarnos mudos. Por la ventana abierta se escuchaban los autos que bajaban a toda velocidad por Bellavista. Yo me imaginaba que piloteaba uno de esos autos y que tenía muchas cosas que hacer en ese sábado. Conducía a gran velocidad y no tenía mucha preocupaciones, salvo saber exactamente dónde estaba el freno, dónde el embrague y dónde el acelerador. Cuando tienes un auto y bajas a toda velocidad por Bellavista no existen los sábados muertos. Si te mueves, aun cuando lo hagas en círculos siempre vas a algún lado, te deparas un futuro. Cuando estás encerrado en tu casa, sin cerveza, sin comida y viendo a la Tassa anunciar un clip de Phil Collins, irremediablemente quedas atrapado en una tarde muerta.
- Ahora no eres más que un zombi.
- Un zombi que escucha historias de fotofóbicos.
- Un zombi que escucha historias de fotofóbicos narradas por la hermana del fotofóbico.
- Me gustaría conocer a tu hermano.
- No.
- ¿Por qué?
- Sus gracias se amparan justamente en su carencia de comicidad, es como un payaso ciego en la jaula de los leones.
- De todas formas me hubiese gustado conocerlo.
- ¿Cómo dijiste que te llamas?
- Felipe.
- Felipe es un nombre de niño, no conozco ningún adulto que se llame Felipe.
- Han muerto todos, es un nombre que trae una maldición, nadie que se llame Felipe superará los veintiún años de vida.
- Tú debes tener fácilmente veinticinco.
- Yo soy Luis Felipe, mis padres sabían del maleficio, así que optaron por agregar un nombre antes de Felipe y así evitar la condena.
- ¿Por qué no optaron por ponerte otro nombre?
- Es que las cosas no son tan fáciles, los padres creen que son ellos los que eligen, porque no se dan cuenta que el nombre ya ha sido elegido por uno.
- Mentira.
- Sí, una absoluta mentira. ¿Sabes? Si tuviera un auto te diría que fuéramos a dar una vuelta.
- Y si yo fuera goma te borraría.
- Mentira.
- Sí, una absoluta mentira.
¿Cuándo uno sabe realmente que está enamorado? Yo tenía la teoría que uno se enamora luego del primer beso, pero tiempo después comprendí que uno se enamora de diferentes mujeres y de diferentes estímulos, es más creo que uno no se enamora más que de circunstancias, de líneas de acción que se cruzan, que se conectan y provocan una suerte de contagio viral. Por lo menos esa ha sido me experiencia. Nunca me enamoré de un prototipo de mujer, es más, todas las mujeres con que me he relacionado han resultado bastante disímiles, por no decir absolutamente opuestas. Si una era morena, crespa y de ojos saltones, la que la precedía era rubia, lisa y ojos como dos nueces. Si la anterior era dulce y casera, la siguiente era agreta y salsera. En los polos no hay dolo era mi consigna. Lo único cierto de todas esas estúpidas teorías, conclusiones, consignas y estadísticas, era que yo estaba solo y que era un sábado por la tarde y la Tassa anunciaba videos de Phil Collins y ninguna de mis anteriores minas estaba compartiendo conmigo esa desdicha. ¿El amor que ha sido expresado muere o permanece flotando?