para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

miércoles, 23 de febrero de 2005

Extracto de Manicomio

Quiero que sepa que yo no estoy demente, es sólo que hay momentos en que mi mente intenta escaparse y yo no logro guiarla, es como si usted viera un bote negro que navega sobre un mar en calma, un bote negro sin los remos necesarios ni las manos que los empuñasen. ¿Me entiende, Laura? No del todo, pensó Laura, pero no lo dijo por temor a distraerle. Ellos dicen que estoy demente, pero ojalá yo estuviera demente, pues la demencia o como quieran llamarle, no es una enfermedad sino un estado de iluminación que para mí es absolutamente inalcanzable. Le voy a explicar, Laura. Si el mundo no es más que una representación de lo que llamamos mundo, es decir, si nuestros ojos captan con un filtro, miran ya informados de la forma que han de darle a cada cosa, si cada palabra que tenemos guardada en esos diminutos cajones que son las celdas donde las dejamos antes de articularlas, si cada una de esas palabras es todo el universo, no hay manera de re-crear el mundo, no hay forma ninguna que no haya sido ya moldeada por una historia común. Estamos atrapados en un significado único y cualquier metáfora que concibamos no es sino un trozo de rebaba atrapado entre dos ideas mucho antes concebidas. La única manera de eludir esta realidad de significados impuestos es reinventar una lengua, que es lo mismo, escúcheme bien, Laura, lo mismo que reinventar el universo. El demente mira con ojos puros, no extraviados como quieren hacernos creer estos hijos de puta con sus putos delantales y su puta soberbia. Para reinventar el universo ha de buscar otra lengua y ese no es un viaje que se pueda hacer con esta mochila de celdas y palabras muertas. Será necesario deshacerse de todo, quemar hasta la última de las naves y saltar por la borda hacia el abismo, sí, el abismo, ese que tanto temen los adaptados. El universo real es un constante abismo, un caos irrefrenable, un movimiento perpetuo que no alcanza a ser codificado, por eso le temen tanto. El demente no tiene temor, entonces lo tildan de idiota, él ha entrado en la cueva y ha salido por la ventana luego de cruzar el laberinto, pero no guarda nada, ¿Sabe usted por qué, Laura? ¿Sabe usted por qué el demente no guarda nada? Porque guardar es significar, es dejar un hito, es poner una bandera en medio de la luna y detener el caos, la tarea contraria del demente. Mírelos bien, Laura, no se fije en aquellos deformados, esos no están locos, están enfermos, mire a ese sujeto, ese que se frota las manos detrás de los ligustros, ese tipo está en el abismo, no le dirá nada porque ha dejado de hablar, porque ha abandonado las palabras, sus celdas están vacías, y sin embargo le puedo asegurar que su universo es infinitamente mayor que cualquiera que esta limitada geometría pueda abarcar. Ellos piensan que lo han recuperado, pero no hay ningún electroshock que logre traerlo de vuelta, no hay ningún pentotal que lo saque del abismo, el ya ha visto la luz y de ninguna manera la llamará luz, no le asignara nombre alguno porque sabe que si lo hace regresará a este universo limitado, atrapado en el absurdo truco del miedo. ¿Entiende, Laura?

miércoles, 2 de febrero de 2005

Carta abierta a Joan Jara

Estimada Joan Jara:

Es difícil comenzar esta carta. Es difícil pues yo no te conozco y tú no me conoces a mí. Me decidí a escribirla, luego de haber leído tu libro “Víctor Jara Un canto Truncado”. Tengo 40 años y obviamente era un niño cuando mataron a Víctor. Soy un hijo de la dictadura y creo que nunca lograré desenterrar toda la escoria que ella dejó en mi alma. Nací en un familia de clase media acomodada. Estudié en un colegio particular y mis padres eran momios. Mi madre aún sin ser una típica mujer de derecha (de hecho se volvió una fuerte crítica de la dictadura) golpeó cacerolas durante las heladas noches del invierno del 73. Mi padre trabajaba para una cooperativa de supermercados y aunque se jactara de que la gente lo considerara un momio-demócrata, creo que representa al típico derechista católico que por sus votos no celebra muertes, pero que sin duda prefiere un comunista muerto a uno vivo. Como verás, mi modelo de familia estaba a kilómetros del tuyo. Lo que me erizaba la piel mientras leía tu libro, era darme cuenta de lo cerca que estábamos viendo cómo se escribía la historia y lo disímiles que eran nuestras lupas. Cuando describes el día del once, cuando Víctor se va en la citroneta hacia la Universidad Técnica y tú te quedas en la casa junto a las niñitas, viendo caer las bombas desde los Hawckers Hunter, mi mente se trasladó tan vívidamente hacia ese día que no pude sino llorar por lo que yo había vivido. Tenía apenas nueve años. Mi viejo se había ido a su trabajo y al rato había llamado a mi vieja para decirle que nos pasaría a buscar un cuñado de ella para trasladarnos a su casa. Nosotros vivíamos casi detrás de la casa de Allende, la de Tomás Moro, por lo que mi viejo pensó que era más prudente que nos refugiáramos en casa de mis primos. La casa de ellos no quedaba muy lejos de la nuestra, así que me imagino que todo ese traslado era más que nada para que no estuviéramos solos. Éramos cuatro niños entre siete y trece años que no entendíamos ni un carajo de lo que estaba ocurriendo, salvo que habían un tipo que se llamaba Salvador Allende, que era comunista, malo y debía estar muerto. La situación en la casa de mis primos era bastante similar a la nuestra, pero ellos eran más extremos que nosotros, de hecho simpatizaban con Patria Y Libertad y se jactaban de tener ondas con balines bajo sus camas. Recuerdo haberme escabullido por un instante, mientras los rockets destruían la república chilena, y registrado el suelo de sus camas hasta encontrar efectivamente aquel estúpido tesoro fascista, escondido en un tarro de leche nido.
¿Sabes algo? No sé bien hacia dónde va este relato, creo que lo que he querido hacer es sólo compartir contigo algo que me duele mucho y que sé que no fue mi culpa, pues nadie elige dónde nacer. Sólo yo sé, y ahora tú, que mientras Víctor cantaba en la UTE para darle ánimo a sus compañeros, en mi casa mi viejo descorchaba una botella de champagne y nos hacía brindar. Son esas basuritas que uno tiene en el alma y que no logra borrar o no quiere borrar para poder recordar. No fue sino hasta los quince años que comprendí realmente lo que había pasado con mi país y quien había sido realmente ese tipo que se llamaba Salvador Allende, que era comunista, malo y debía estar muerto. Por supuesto, mis viejos se separaron y mis riquezas de antaño se hicieron añicos. Los cuatro rubiecitos conocieron el otro lado de la moneda y más temprano que tarde, eligieron cantar “El Cigarrito” y no “Libre” o “El patito”.
Creo que sé finalmente por qué he querido escribirte. Para no olvidar que tu historia es también mi historia. La tuya, una historia de amor, pues tu libro no es sino eso, una historia de amor en medio de un huracán de sueños que ya nadie logrará volver a soñar. La mía, la historia de un engaño, por todos lados.
La otra razón es algo que no sé si me saldrá natural, pues de ninguna manera quiero aparecer como un estúpido esnob, lejos de eso, es algo que me ha tenido agitado durante muchas horas, aun pensando que no sé realmente cómo hacerte llegar esta carta. Lo que realmente quiero hacer es pedirte disculpas, pedirte el perdón que ninguno de esos esbirros jamás te pedirá. Perdón por lo que te tocó vivir. Perdón porque aquella siniestra mañana no atinaste a darle un beso a Víctor o no lograste retenerlo en tu casa. Perdón porque tus hijas tuvieron que subirse pálidas y asustadas a un avión que las dejaría por muchos años lejos de su casa, de sus amigos y por sobre todas las cosas, lejos y para siempre del calor de su padre. Perdón porque en una casa, detrás de la casa de Allende, cuatro niños ingenuos y engañados lavaban sus bocas con el champagne más amargo que jamás probarían.
De todo corazón y con la infinita esperanza de que esta carta llegue a tus manos, me despido deseándote desde lo más profundo de mi alma que si realmente existe ese cielo que los católicos tanto esperan, esté allí tu Víctor esperando por ti, no el que nosotros conocemos y cantamos, sino ese que te amó y acarició, el que enredó sus manos en tu pelo y se durmió abrazado a tu cuerpo. Si existe algo de justicia en todo este extraño mundo que habitamos, espero que sea para reparar el dolor de la ausencia. Yo tengo una mujer maravillosa y tres hijos maravillosos y sé que nada en el mundo me podría matar tanto como el dolor de perderlos. Es por eso que espero que este beso que hago volar ahora hacia tu mejilla sea un pequeño estímulo para alguien tan linda y valiente como tú. Que seas feliz junto a los tuyos, sinceramente, tu lector.