para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

jueves, 27 de octubre de 2005

(un muy antiguo poema que me pidió vitrina)

todo el alcohol de tu cabeza me reconoce

soy la versión americana de todos tus sueños

el intento último

la frontera permeable de cada sudor congelado

todos tus nervios se recogen

buscan su norte antes de lo previsto

desde la frágil distancia de nuestras bocas

santiago

el de chile

resucita una vez más

bajo la dura magia de este amor

simplemente por que soy

la versión americana de todos tus sueños

viernes, 21 de octubre de 2005

qué hago con mi lengua

Yo no sé besar. O abro mucho los labios o los cierro en una especie de contracción. No sé recorrer con gracia la cavidad bucal de mi amante de turno. He recibido numerosas críticas por mi carácter impulsivo, por la abrupta y torpe decisión de hundir mi lengua como un barreno o de estrellar mis dientes contra los de ellas. Ya lo dije, no sé besar. Lo mío es hablar. Pero, maldita sea, las mujeres aman besar. Mis primeras frustraciones las experimenté con mis primas, luego fui perdiendo novias, más tarde una esposa. Dos. Con el tiempo, y una buena dosis de soledad, descubrí que el único remedio era besar borrachas. Las borrachas besan bien, ese adormecimiento que produce el alcohol, esa pequeña pérdida de sensibilidad transforma el beso en el encuentro de dos sustancias de una amable viscosidad. Ellas besan y reciben sin contemplaciones, entonces mi mediocre performance pasa sin sobresaltos. Debo decir que la mitad de las veces estos besos no acaban en ninguna noche de amor, son besos sin memoria, besos pasajeros que nacen y mueren en el interior de un bar. Luego en mi cabeza. Luego nada. Nada de besos.

Mon Cherie Le Puf

No es tu olor
No es esa mancha blanca que se desliza por tu espalda
No son tus flores
No es tu perseverancia
No es tu acento de francés chorro
No son tus pies que parecen no tocar el suelo
No es tu risa congelada
Ni tu afán de hablar a cámara
Ni tus besos
Ni tu impostergable lucha

Soy yo
Yo la gata que se alimenta de soledades
Yo y este inútil corazón de escarcha del que no lograrás ni una gota
Tú seguirás recorriendo los muelles con la boca inflamada de besos
Yo me sentaré frente al mar a esperar que el sol entibie mi sangre
No fui hecha para amar
Y en este corazón baldío no caben tantas flores
No dejes de buscarme
Que no estoy huyendo

Solo llorando.

miércoles, 19 de octubre de 2005


y ahora salgo con esto
justo ahora
cuando debía atravesar los muros

apenas supe que era el salto o nada

que de las naves ni cenizas

y entonces?
qué sé yo
tendría que explicarte el sueño de Vian
te acuerdas?
es que no tiene explicación

de eso te hablo
de todos esos besos muertos

miércoles, 12 de octubre de 2005

De ese espacio te hablo.
De ese inefable experimento que se recrea apenas te pienso.
Apenas surge la alada espuma en que te arrojo.
Siempre.
Porque no logro enviarte lejos.
Porque estoy atrapado en tu materia.
Hilando las hebras que reinvento. Minuto a minuto.

Verso a verso.

jueves, 6 de octubre de 2005

Fiskales



El texto que sigue a continuación, fue la presentación del primer disco de las Fiskales Ad-Hoc a principios de los noventa en La Batuta. Es un recuerdo, así que pido permiso por la inocencia.

Bajarse una escudo y buscar entre los escombros de la mente algún puto sueño que desequilibre la catapulta y lanzarse como un kamikaze desbocado en procura de un cielo. Y aun la perra aullando y los bomberos apagando incendios que queman la carne y no el alma. Ver desde la cuneta a la gente entrar y salir de sus casas sin pensar que lo que hacen es entrar y salir de sus casa. Volver a chupar el cuello etílico de la cuarta cerveza y eructar un chiste viejo. ¿Hay algo más adentro? Hay cientos de cucos con bototos y ángeles de alas negras y oxidadas lamiendo la leche de una teta con olor a vatic/ano. Hay sangre en los ojos y babas de condenados. Mentes apretadas y pies cansados de patear tarros vacíos. Hay un retrato hablado de la ciudad profiláctica que putea a escondidas. Hay una boca llena de espinas que no puede hablar y un payaso ciego que escupe fuego por las narices. Hay un ave que no es el fénix acabando de llenar de una buena vez esta olla de mierda. Hay un aullido en la oscuridad que ilumina los rostros que lo traicionan. Hay un millón de horas destiladas de acrobacias cerebrales que a duras penas lograron sortear el torpe escollo que es vivir en la ciudad inválida.

Y seguir la marcha con una mueca algo desgarrada y cómica, mientras la tarde avanza y la décima cerveza se cuela por el esófago despertando espacios que pronto no serán. Torcer el curso de otro día más sobre la esfera, embriagando la memoria y las venas con un néctar que finalmente no estaba en la escudo, aun cuando ese pepegrillo borracho escupe palabras aladas en los suburbios de la conciencia. Ser un Fiscal Ad-Hoc y tocar un rocanrol suicida que nunca podrá matarse. Luego el sol se pone en Carrera. Nada más.

martes, 4 de octubre de 2005

California

Recuerdo que estábamos en casa de Harry, en Los Angeles. Cerca de las diez de la noche tomamos el auto y nos fuimos por Sunset hacia el departamento de O’Hara, un irlandés de Brooklyn sacado de un sueño de Thomas Wolfe. Un tipo que reunía todas las características que te podría sugerir esa combinación Brooklyn & Irlanda, además era pelirrojo y bebía como condenado. O’Hara nos hizo pasar. Estaba vaciando una botella de cerveza, podría ir en la décima, el número no importaba, llenaba su enorme panza sin inmutarse. Podía estar solo o acompañado. Podía hablar o no. Nos bebimos un whisky y salimos a la calle. No recuerdo cómo fuimos a dar a un bar. Sólo rescato rostros, decenas de rostros que daban vueltas alrededor de mis ojos. Aparecían y se volvían a perder, mimetizándose, alternando su presencia. Fue entonces que vi a Raskolnikov. Llevaba puesto ese horrible sombrero. Lo miré un rato. Parecía tan nervioso, cavilante y huidizo como siempre.

- Sé quien eres tú. Eres Raskolnikov.

- ¿Qué te hace pensar así?

- Sólo quiero decirte que fuiste un estúpido. Yo nunca hubiera hecho lo que tú. Les hubiera dado a las viejas, es cierto, pero no me habría entregado. No fuiste un buen asesino, es más, fuiste un estúpido.

- Déjame en paz.

Lo perdí de vista. Decidí conseguir algo de alcohol. Mientras me bajaba una cerveza se me acercó una mujer. Me pareció que era Mona. Se movía como una víbora y miraba hacia todos lados, como buscando alguien que tuviera aspecto de solucionarle algunos apremios económicos. Su mirada me atravesó, no era el indicado para solucionarle sus apremios. No era el indicado para solucionar nada. Le pregunté por Miller y se largó. Debió ser Mona. Otra cerveza y esta vez me pillaron desprevenido. Primero en el estómago y luego un gancho en la nariz. Ese maldito de Stephen Dedalus. El gordo Bloom se disculpó por él, pero eso a mí y a mi nariz les importó un carajo. «Dedalus pega fuerte» le dije a Harry, «Si» dijo Harry y se volvió donde una flaca nerviosa que fumaba mariguana y tarareaba una melosa canción de los Carpenters. Yo me senté a acabar mi cerveza. Luego descubrí que no había tantas cosas dentro de una cerveza, vaya descubrimiento, y finalmente, podrido de todo me eché a andar hacia mi departamento. Hacía frío, en el alma y las orejas. Los edificios me parecían enormes dinosaurios grises y agripados. El aire estaba rancio, sólo me sostenía el alcohol, el vaivén del borracho que no cesa de andar para no perder el equilibrio. Recordé la primera vez que monté una bicicleta, tampoco me animaba a parar por miedo a caerme. Quise recordar más, pero la casa estaba vacía, digo vacía de recuerdos. Sólo quedaban botellas y latas. Muy de cuando en cuando alguno lograba abrir una puerta y entonces allí estaba yo montado en mi bicicleta, bajando una loma y pensando que el mundo era maravilloso. Cuando acabé de pensar estaba frente al sucio y triste edificio donde resisto hace ya casi un año. La escala se me hacía interminable. Cuando llegué al quinto piso me tumbé un instante en el suelo, debía tomar aliento. Pensar en meter la mano al bolsillo de mi pantalón para coger las llaves, ya era un tormento. Pronto descendió del sexto piso la Maga. Dijo algo sobre un niño y siguió bajando. La palabra Rocamadour explotó en mi boca y luego voló escaleras abajo, rebotando en las paredes y dejando ecos alados en mi pecera. Me incorporé y abrí la puerta. Destapé una cerveza y me eché a ver televisión, sin volumen, que es la única forma en que resisto verla. Afuera sonaba una música, la radio de un auto estacionado. Afuera había bocinas, chirridos de neumáticos. Afuera la tómbola seguía girando. Sonó el timbre. Abrí la puerta, pero no encontré a nadie, tal vez no era nadie. Un juego del alcohol. Volví al sillón y encontré a otro hombre en él. Era Chinaski, el maldito bastardo de Henry Chinaski. Estaba apoyado con un codo en el brazo derecho del sillón. Miraba la televisión y bebía mi cerveza. Luego me miró.

¡Deja de escribir, imbécil, nunca fuiste a California! – y siguió viendo algo en mi televisor.

Pregunta tres

¿Si luego el amor se evapora, a dónde se llueve?