para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

martes, 4 de octubre de 2005

California

Recuerdo que estábamos en casa de Harry, en Los Angeles. Cerca de las diez de la noche tomamos el auto y nos fuimos por Sunset hacia el departamento de O’Hara, un irlandés de Brooklyn sacado de un sueño de Thomas Wolfe. Un tipo que reunía todas las características que te podría sugerir esa combinación Brooklyn & Irlanda, además era pelirrojo y bebía como condenado. O’Hara nos hizo pasar. Estaba vaciando una botella de cerveza, podría ir en la décima, el número no importaba, llenaba su enorme panza sin inmutarse. Podía estar solo o acompañado. Podía hablar o no. Nos bebimos un whisky y salimos a la calle. No recuerdo cómo fuimos a dar a un bar. Sólo rescato rostros, decenas de rostros que daban vueltas alrededor de mis ojos. Aparecían y se volvían a perder, mimetizándose, alternando su presencia. Fue entonces que vi a Raskolnikov. Llevaba puesto ese horrible sombrero. Lo miré un rato. Parecía tan nervioso, cavilante y huidizo como siempre.

- Sé quien eres tú. Eres Raskolnikov.

- ¿Qué te hace pensar así?

- Sólo quiero decirte que fuiste un estúpido. Yo nunca hubiera hecho lo que tú. Les hubiera dado a las viejas, es cierto, pero no me habría entregado. No fuiste un buen asesino, es más, fuiste un estúpido.

- Déjame en paz.

Lo perdí de vista. Decidí conseguir algo de alcohol. Mientras me bajaba una cerveza se me acercó una mujer. Me pareció que era Mona. Se movía como una víbora y miraba hacia todos lados, como buscando alguien que tuviera aspecto de solucionarle algunos apremios económicos. Su mirada me atravesó, no era el indicado para solucionarle sus apremios. No era el indicado para solucionar nada. Le pregunté por Miller y se largó. Debió ser Mona. Otra cerveza y esta vez me pillaron desprevenido. Primero en el estómago y luego un gancho en la nariz. Ese maldito de Stephen Dedalus. El gordo Bloom se disculpó por él, pero eso a mí y a mi nariz les importó un carajo. «Dedalus pega fuerte» le dije a Harry, «Si» dijo Harry y se volvió donde una flaca nerviosa que fumaba mariguana y tarareaba una melosa canción de los Carpenters. Yo me senté a acabar mi cerveza. Luego descubrí que no había tantas cosas dentro de una cerveza, vaya descubrimiento, y finalmente, podrido de todo me eché a andar hacia mi departamento. Hacía frío, en el alma y las orejas. Los edificios me parecían enormes dinosaurios grises y agripados. El aire estaba rancio, sólo me sostenía el alcohol, el vaivén del borracho que no cesa de andar para no perder el equilibrio. Recordé la primera vez que monté una bicicleta, tampoco me animaba a parar por miedo a caerme. Quise recordar más, pero la casa estaba vacía, digo vacía de recuerdos. Sólo quedaban botellas y latas. Muy de cuando en cuando alguno lograba abrir una puerta y entonces allí estaba yo montado en mi bicicleta, bajando una loma y pensando que el mundo era maravilloso. Cuando acabé de pensar estaba frente al sucio y triste edificio donde resisto hace ya casi un año. La escala se me hacía interminable. Cuando llegué al quinto piso me tumbé un instante en el suelo, debía tomar aliento. Pensar en meter la mano al bolsillo de mi pantalón para coger las llaves, ya era un tormento. Pronto descendió del sexto piso la Maga. Dijo algo sobre un niño y siguió bajando. La palabra Rocamadour explotó en mi boca y luego voló escaleras abajo, rebotando en las paredes y dejando ecos alados en mi pecera. Me incorporé y abrí la puerta. Destapé una cerveza y me eché a ver televisión, sin volumen, que es la única forma en que resisto verla. Afuera sonaba una música, la radio de un auto estacionado. Afuera había bocinas, chirridos de neumáticos. Afuera la tómbola seguía girando. Sonó el timbre. Abrí la puerta, pero no encontré a nadie, tal vez no era nadie. Un juego del alcohol. Volví al sillón y encontré a otro hombre en él. Era Chinaski, el maldito bastardo de Henry Chinaski. Estaba apoyado con un codo en el brazo derecho del sillón. Miraba la televisión y bebía mi cerveza. Luego me miró.

¡Deja de escribir, imbécil, nunca fuiste a California! – y siguió viendo algo en mi televisor.

1 Comments:

Blogger V. Watt said...

gratamente sorprendida.

Mona, de las pocas mujeres que valen la pena. Mona que viene y va, que busca a otro y otras, que lo sabe. Mona, la princesa de los subterráneos. Mona y Miller, en silencio sobre las sábanas. Miller, grande Miller. La ciudad era suya, pero no le contaron. Hace 4 años encontré sus papeles tirados al lado de mi cama. Estaban arrugados. No entendí la letra,supuse que volvería y me lo explicaría todo, más tarde, en la noche, cuando los bolsillos estuviesen vacíos y en el pasillo no se sintieran pasos.

todavía deja los papeles por ahí- sólo que los guarda en los cajones, costumbres de viejo-. le daré saludos de tu parte.

diciembre 02, 2005 8:15 a. m.

 

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