para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

jueves, 24 de julio de 2008

speaker´s corner


este hombre habla cosas inconexas

sus palabras flotan en el aire

como pájaros ciegos se arremolinan sobre su cabeza

la gente pasa a su lado sin prestarle atención

el hombre podría estar mudo

podría desaparecer

podría jugar con paraguas de colores

es sólo un hombre que no distingue el agua

una voz de sílabas torpes

pero no es más que una cuestión de tiempo

de un momento a otro esos pájaros vuelven a revolotear

y sacuden sus inefables vestidos

luego ves cómo esas voces cantan

y el hombre entero se estremece

“yo soy la voz que parió el amor

soy el beso que brotó de una flor”

entonces el hombre se detiene

vuelve sus pasos y se pierde entre la gente

miércoles, 2 de julio de 2008

iceberg

El hombre está cansado. Ha lustrado sus zapatos y los ha dejado bajo la cama. Sentado en ella mira las puntas de los zapatos asomarse un par de centímetros. Brillan. El hombre, cansado, apoya las manos en el cubrecama y siente la textura de los nudos de la lana, luego recuerda, no sabe bien por qué, que un día conoció el mar, un día lejano, pero que, como un iceberg que se desprende del macizo de hielo, ha llegado flotando hasta su pecera. Un día fui al mar, piensa el hombre. Luego la pared de la pieza y unas flores secas que no sabe cuando llegaron allí, ni menos quién las trajo. Los nudos de la lana no se asemejan a la arena. El cuarto de la pieza no huele a sal. No hay ninguna brisa marítima que se cuele por la ventana. Un día fue hasta la orilla del mar y vio cómo las gaviotas soltaban desde el aire las machas para se abrieran. Había sol y otros niños que se arremangaban los pantalones y corrían con los pies desnudos por la parte húmeda de la arena. Su padre lo había llevado hasta el mar. Compraron un balde y una pala. Más tarde, cuando el sol casi se perdía en la línea horizontal, se subieron al bus que los regresaría hasta la ciudad. Pero antes hubo de tirar la arena y las conchas que había recogido con su pala y que llevaba con orgullo en el balde, no fuera cosa que manchara los asientos y se vieran metidos en algún lío que el padre no supiera resolver. Volvió a mirar la punta de sus zapatos lustrados y, mientras presionaba levemente con la yema de sus dedos los nudos de la lana, alcanzó a recordar el viento que humedeció sus mejillas y el sonido de las aguas que iban y volvían hasta sus pies. Su padre no le dejó sacarse los zapatos como los otros niños, no había que arriesgar un resfriado. En el mar, pensó el hombre, los zapatos son un estorbo.