para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

miércoles, 22 de agosto de 2007

órbita

ya sé

hablé de barcos

de anclas que retienen sueños

de voces que viajan a velocidades inexplicables

hablé de ojos

en los que cabe todo el desierto

de vientos que arrastran fotografías

hablé de besos

y flores que habitan bocas

y como si en ello se me fuese la vida

-se me está yendo-

hablé de peces

flechas plateadas que atraviesan corazones

dormidos

hablé de tantas cosas

inventarte un universo fue poco

y ahora

todos estos astros girando sin sentido

calesita vacía

y caballos ciegos

lunes, 20 de agosto de 2007

manchas blancas

Entre sueños escuchó el murmullo de la voz de su madre y giró su cuerpo hacia la pared, esperando en silencio que ella la despertara con sus habituales besos y voces infantiles. Se dejó llevar en brazos hasta el baño y esperó pacientemente que su madre terminara de lavarle. Quiero que me pintes las uñas, mamá. ¿Las uñas? ¿Por qué? Para que no se me vean estas manchas blancas. Son normales, no tienes por qué ocultarlas. La abuela me dijo que son pedazos de alma que se van perdiendo. ¿La abuela te dijo eso? Sí. ¿Y tú qué piensas? La abuela ha vivido muchos años, ella sabe cosas que yo no. Mhn. ¿Mamá? ¿Qué? ¿Si pierdo toda mi alma igual algo me queda, cierto? No la vas a perder, cariño. ¿Alguien sin alma es como el viejo del saco? Supongo que algo así. Pero si no tiene alma ¿qué lleva en el saco? ¿Qué crees tú que pueda llevar? Almas, lleva almas para echarlas en un caldo y rehacerse una nueva. Pero si eso fuera cierto, tal vez el viejo del saco se transformaría en un abuelo cariñoso. Es que las almas robadas se vuelven feas, mamá. ¿Ah, sí? ¿Mamá, si el viejo se lleva mi alma, me seguirás queriendo? Si el viejo se lleva tu alma, se lleva la mía también, tendríamos que vivir en el saco. Mamá, te amo. Y yo a ti.

jueves, 2 de agosto de 2007

305


Las puertas estaban abiertas, Juan de Dios apoyó la cabeza contra el volante y se quedó pensando si deseaba realmente hacer esa visita. Antes de que el mecanismo automático se activara y las puertas volvieran a cerrarse, Juan de Dios avanzó por el camino de grava, dobló hacia la izquierda y se estacionó junto a una ambulancia. Dos enfermeros que estaban apoyados contra las puertas traseras de la ambulancia intercambiaron sonrisas, Juan de Dios los vio por el rabillo del ojo y pensó que estaban hablando de él, que algún detalle les pudiera haber hecho gracia, pero no perdió tiempo en buscar una explicación, simplemente avanzó y trató de borrar de su memoria ese gesto. Sus zapatos sonaban contra la gravilla y se imaginó una escena cinematográfica, se preguntó por qué siempre los zapatos sonaban en las películas, incluso en caminos de tierra. Una enfermera enorme, de rasgos teutónicos y pecas infantiles le dirigió una sonrisa. Buenos días. Buenos días, verá, busco a Irene Mezano. Déjeme ver, ¿es usted pariente? Se trata de mi madre. La enfermera buscó en el computador con la pericia de alguien que está más asociada al papel y el lápiz, Juan de Dios no tenía apuro así que se dedicó a mirar la pintura que colgaba del muro frontal de la recepción, un cuadro extraño, le pareció, para una clínica de reposo –eufemismo de moda para clínicas psiquiátricas-. Era una escena de bar, un mozo sosteniendo una bandeja con dos vasos y una botella de vino, más abajo una pareja de comensales se distraía frente a un dominó, más al fondo, difuminados por una exigua profundidad de campo, se podían ver otras mesas y otras personas.

-Habitación 305.

Subió la escalera con la sensación de seguir aun en la película, pero ahora el ruido de sus pisadas se parecía más al de un film de suspenso, se vio en la pantalla con las bastillas de los pantalones grises de tela dobladas y unos zapatos negros de punta. Se vio malo, seguro el antagonista, huidizo y frío como el mismo mármol de la baranda de la escala que sus manos acariciaban. Volvió a pensar en los enfermeros apoyados a la ambulancia y tuvo el impulso de bajar, pero no lo hizo, era una toma que debía estar en su película, que el espectador no olvidaría, que le daría más dramatismo a la escena. Tal vez, pensó, era el momento de encender un cigarrillo, un cigarrillo al que no alcanzaría a darle más de cuatro caladas y que se vería obligado a aplastar contra las piedras del cenicero de pie.

Las habitaciones estaban repartidas hacia dos alas del edificio, a la izquierda iban de la 300 a la 310 y a la derecha de la 311 a la 320. La luz era suave, atenuada por las opalinas adosadas a lo muros y las gruesas cortinas que cubrían las ventanas. Juan de Dios caminó hacia la izquierda, mirando los números que anunciaban las habitaciones. Cuando llegó a la 305 apagó el cigarrillo imaginario en el cenicero y se arregló el pelo. Empujó la puerta haciendo presión con la manilla, pero no consiguió abrirla. Miró por la ventanilla enrejada y sólo alcanzó a divisar los pies de una cama y parte de una cortina beige. No fue sino hasta que se giró que pudo ver la pequeña cámara de seguridad que vigilaba silente desde la pared. Miró otra vez la puerta de la habitación 305 y pudo notar que sobre el dintel dos pequeñas luces, una verde y otra roja que permanecía encendida, eran la inequívoca señal de que aquellos huéspedes no tenían libre albedrío para desplazarse, o por lo menos no su madre. Una vez más se giró y haciendo un breve gesto con su mano derecha logró que la luz roja se apagara y diera el pase para que fuese la verde quien se iluminara. Como en un set, pensó antes de empujar la puerta y entrar.

Los sueños son escenas que uno recuerda en la vigilia, es decir, son sueños siempre y cuando acaben de soñarse. Entonces podríamos decir que Irene estaba navegando sobre un mar de rosas y que en su mano sostenía un largo artefacto similar a una red para atrapar mariposas, y que cada vez que las aguas subían casi al borde de la nave, ella estiraba su brazo y atrapaba con su red cerca de una docena de flores. Juan de Dios no sabría que su beso en la mejilla haría desaparecer de un soplo todo ese océano de rosas.

-Hola. -dijo Juan de Dios, mirando con algo similar a la tristeza el rostro de Irene, envejecido por los años y las medicinas.

-¿Ya es hora?

-¿Cómo?

-¿Hemos llegado?

-Sí.-dijo Juan de Dios sin saber en absoluto si esa era la respuesta a esa pregunta.

-Ah, pensé que faltaban algunos días, es que no he visto gaviotas atravesando el barco, menos he escuchado sus chillidos.

-Bueno, en realidad aun no hemos divisado puerto, pero supongo que ya estamos cerca.

-Sabe algo, creo que este barco enferma a la gente, yo misma he tenido sueños bastante extraños. ¿Usted trabaja también en cubierta?

-Sí, a veces me toca subir a cubierta, aunque permanezco la mayor parte del tiempo abajo.

-Entonces habrá notado lo mismo que yo. Usted parece inteligente, debo decirle que tiene un rostro sensible.

-Gracias. –dijo Juan de Dios mientras acercaba una silla y se sentaba junto a la cama.

-¿Sabe usted por qué el mar está cubierto de rosas?

-No.

-Porque no es real, eso es lo que pasa en este barco. Nada es real, tal vez ni siquiera usted es real, sólo sé que yo soy real, lo sé cuando intento dejar de respirar y no lo logro.

-Yo soy real.

-Lo mismo me podría decir un fantasma ¿no cree?

-Supongo que sí.

-Ya no recuerdo cuando me embarqué, ni siquiera recuerdo hacia dónde voy. ¿Usted lo sabe, sabe a dónde vamos?

-He escuchado rumores, nada muy sólidos, pero al parecer estamos de regreso.

-Ah, o sea que hemos dado toda la vuelta.

-Pareciera que sí.

-Qué viaje inútil.

-Mamá.

-Todo este tiempo dando vueltas por la bahía.

-Mamá.

-Hay una mujer que perdió a su hijo, bueno no lo perdió, más bien lo arrojó por la borda en un ataque de ira. Ahora solo llora y arrastra sus pies por los pasillos, supongo que de pena, aunque no me consta, talvez solo llora porque no tiene otra cosa que hacer. Yo prefiero soñar, pero claro, yo no arrojé a mi hijo por la cubierta.

-Mamá.

-He visto árboles, no sé cómo ocurren esas visiones, ¿ya le dije que en este barco ocurren cosas extrañas?

-Sí. –dijo Juan de Dios, luego besó a su madre en la frente y salió de la habitación.

-No son rosas, -dijo Irene antes de que Juan de Dios cerrara la puerta- pero es mejor pensar que lo son.

Cuando llegó a su auto los enfermeros ya no estaban, tampoco la ambulancia, solo las colillas de sus cigarrillos aplastadas contra la grava. Pensó que si hubiese sido una película, probablemente los enfermeros aun habrían estado ahí, pero no, no era una película, solo el barco parecía serlo y esos pétalos flotando sin razón aparente.