para todos aquellos que no sabemos bien por qué nos sentimos solos y menos por qué desde siempre.

viernes, 28 de enero de 2005

Antes que muchas otras cosas


Desde la ventana de mi pieza se podía ver la cordillera de los Andes tan cerca que era como si se metiera en mi propia cama. Vivíamos en el barrio de Los Dominicos, en una casa recién construida que estaba ubicada en lo que por esos años era prácticamente un suburbio. Entre manzanas de casas nuevas era común encontrar grandes extensiones de sitios eriazos, en los que aun pastaban vacas y uno que otro caballo. Era una expansión inevitable que se apropiaba de los terrenos agrícolas para construir centenares de barrios nuevos y conjuntos habitacionales que nada tenían que ver con el entorno -Debo aclarar que esa aberración estética se sigue practicando hasta el día de hoy. Santiago es una ciudad construida sin ninguna visión armónica, cada arquitecto y constructor hace de su obra lo que le va en gana, no importando qué es lo que hay alrededor, como si cada casa tuviera un muro de tres metros de alto que las escondiera de la realidad urbana. Es normal ver una edificación estilo Le Corbusier junto a un barco Bauhaus y más allá un Neoclásico- Muchos de ellos eran lo que hoy en día llamamos Condominios. Pero estos condominios de antaño eran muchísimo más precarios, sólo consistían en un pasaje sin salida y alrededor de ocho casas pareadas por un lado. No había reja, citófono ni un tipo metido en una caseta miserable haciendo las veces de rondín. No era necesario ese tipo de seguridad, te estoy hablando de los finales de los sesenta, cuando aun no había ni media bandera flameando en la luna. Para que llegaran ladrones había que vivir un buen puñado más de años. Así que nosotros podíamos llevar una vida bastante relajada en esos términos. Apenas abría los ojos allí estaba esa montaña de tierra y piedras esperando con paciencia que algo ocurriera. Siempre me han parecido enormes paquidermos dormidos, anestesiados eternamente a la espera de algo. Bueno, cada uno con sus imágenes. En la otra cama dormía mi hermano menor, del que me distancia tan solo un año y medio, o sea que somos casi mellizos. En otra pieza estaban mis hermanos mayores, los que tampoco tienen tanta diferencia con nosotros, los menores, pero no sé por qué a mis viejos les pareció conveniente hacer ese escalafón divisorio entre los dos mayores y los dos menores. La única verdad es que éramos cuatro pendejos separados por no más de cinco años entre el mayor y el menor. El escenario para nuestras aventuras era la calle, eran pocos los que se quedaban prendidos del televisor, primero porque no existía una programación infantil como hoy en día y segundo porque la expectativa de jugar un partido de fútbol o ser parte de una tribu de pieles rojas próxima a tomar por asalto un improvisado fuerte en una de las casas del fondo del pasaje era inmensamente superior a cualquier distracción televisiva. Así que invariablemente, luego de un riguroso vaso de leche, del que, con el dolor de mi estómago y el asolamiento de mi alma, no pude zafarme hasta terminada mi enseñanza media, salíamos a la calle con nuestros bigotes blancos en busca de acción. La casa del fuerte que los indios pensaban atacar era frecuentemente nuestro punto de reunión. Allí vivían los Gámez, una familia de muchos niños de edades muy seguidas, como nosotros. Ellos llevaban la batuta de la imaginación y siempre conseguían encandilarnos con sus juegos. Cruzar ese alto portón de madera era como entrar a la tierra de la fantasía. Nunca tenías la certeza de lo que habían planeado la noche anterior, si ayer era un fuerte confederado, hoy podía ser un submarino y mañana una feria de atracciones. Entonces una vez adentro no podías echar pie atrás, ¿Cómo negarte a ser un indio si estabas en el oeste y una tropa de soldados te apuntaba con sus rifles? ¿Cómo evitar tomar una improvisada espada de madera y embestir al barco pirata que te amenazaba en la imaginaria rada? La única licencia que tenías era darte un minuto de tiempo para ir hasta tu casa y volver con la indumentaria ad hoc. Si eras indio, un short y un cintillo bastaban. Por mi parte siempre prefería estar del lado de los soldados o los vaqueros, no porque participara estrechamente de sus ideologías, sino más bien por un asunto práctico. La entrada de la casa de los Gámez era de una piedra molida que la desnudez de mis pies de indio no soportaba, así que cada paso que daba investido de Sioux o Comanche o Seminola, era una tortura que ridiculizaba mi performance, transformando mi heroico accionar en una especie de baile de San Bito, más propio de una comedia de Mel Brooks que un clásico de John Ford. El problema estaba en que para cambiarse de bando había que ceder algo a cambio, por lo general se trataba de que el arma que tuvieras la entregaras a un soldado o vaquero de mayor rango o antigüedad, así uno debía ir en busca de alguna pistola de plástico a su casa e improvisar un palo como rifle. Luego bastaba que eliminaras unos cuantos indios para acceder a un arma menos metafórica. Para mí la verdadera acción estaba en las parodias que hacíamos de la serie televisiva “Combate”, allí yo desplegaba mi verdadero talento histriónico. Jamás permití ser un alemán, yo por lo bajo debía estar al lado del Teniente Haley o del Sargento Saunders. Nuestro barrio consistía en tres pasajes, cada uno de ellos tenía en sus extremos unos pequeños cerros con algunos árboles, piedras y espinos. Ellos eran el escenario perfecto para recrear las batallas. El cerro que tenía nuestro pasaje estaba coronado por un largo Álamo que significó con los años una especie de tótem, un icono de nuestro territorio, junto a él había una piedra que hacía las veces de oráculo. Debo reconocer que ese precario diseño de paisaje era lo mejor que los constructores habían hecho. Como verás, querido lector, sólo bastaba imaginación para jugar, el resto estaba incluido en el tour de la infancia que nos prodigaba nuestra realidad circundante. En la casa del extremo norte de la nuestra, había una familia pseudo italiana que, sin ser malas personas, tenían la desagradable costumbre de mirar en menos al resto. Sus gustos sesgaban –Incluso a veces caían de lleno- con el mal gusto. Su decoración era de esas a las que no les falta chiche que poner y como corolario de esta afirmación te puedo decir que llegaron a tener en el living una de esas lámparas chinas que estaban formadas por microfibras plásticas que salían de un centro de luz que giraba y hacía que éstas fibras desplegaran en sus extremos una cromática diversidad de haces de luz. Si hubiera existido en aquellos años el pasto sintético, estoy seguro que hubieran reemplazado el auténtico por uno de esos. Mis hermanos y yo teníamos una franca lucha con el hijo mayor de ellos, Gino. Para que te des una idea, este niño era lo más parecido a Kico, el insoportable cachetudo del Chavo del 8. Siempre tenía los mejores juguetes, lo último que había salido, y si por casualidad llegaba alguno de nosotros a tener algo que él no tenía, al día siguiente se asomaba al pasaje pavoneándose con una versión mejorada del juguete en cuestión. No era un mal chico, pero era insoportable y nuestro juramento de hermanos era hacerle la vida imposible. La mejor venganza que tuvimos la protagonizamos mi hermano menor y yo una tarde de vacaciones de verano, allá por el año 75 o 76. Junto a Gino y mi hermano éramos seleccionados de básquetbol, en el Stadio Italiano. Entrenábamos en la semana por lo menos tres veces y jugábamos todos los fines de semana. Hacía un año tal vez que mis viejos se habían separado, por lo que nuestra realidad económica sufrió un duro revés. Teníamos para lo justo y tirábamos para delante con mucho esfuerzo y bastante dignidad, o sea, nunca nos sentimos menos, nos acostumbrábamos a nuestra realidad y se puede decir que aun así, a pesar de las precariedades, éramos felices. Resulta que una tarde estábamos jugando con mi hermano menor a una especie de básquetbol, y digo especie porque no contábamos ni con la debida pelota ni menos aun con el necesario tablero, así que todo se reducía a un improvisado tablero que consistía en un espacio que existía entre la pared de piedra laja de la chimenea y la tabla donde se sustentaba la canaleta de lluvia, y una miserable pelota de goma casi desinflada que obviamente no botaba. Nos dábamos pases y luego lazábamos la pelota en busca del imaginario encesto. Si la pelota caía en ese espacio, un palo nos servía de herramienta para sacarla de allí y continuar nuestro juego. En eso estábamos, matando la estival mañana cuando sentimos que la puerta de la casa de Gino se abría y lo vemos a él salir con un impecable uniforme de los Globetrotters y una de esas pelotas de tres colores que eran la envidia de cualquier niño basquetbolista de esa época. Su padre le había hecho instalar un tablero en el garaje de su casa, es decir que él tenía el juego completo, pelota, tablero y uniforme de los Globetrotters. No era envidia lo que sentíamos, o por lo menos no nacía del odio, la verdad es que mi hermano y yo estábamos de lo más entretenidos con nuestro juego y poco nos hubiera importado todo el show de Gino, pero como se dice vulgarmente: Una cosa es que te vean las bolas y otra es que te cuenten las arrugas. Se dedicó durante el resto de la mañana a hacer gala de su pelota, su tablero y su puto uniforme de los Globetrotters. Con mi hermano nos mirábamos de reojo, entregándonos esa información que sólo los hermanos manejan, ese secreto lenguaje de gestos que una vida en común te proporciona. Estábamos esperando el momento, sabíamos que la paciencia estaba llegando a su límite y que en cualquier momento la tapa que la mantenía atrapada volaría en pedazos y la furia de la venganza caería sobre Gino. Y como siempre, el azar nos proporcionó la dicha de contar con esa circunstancia irrepetible. En uno de sus alardes de basquetbolista –La verdad es que era bastante mediocre- y luego de hacer todo lo posible para que nosotros detuviéramos nuestra práctica y lo viéramos realizar lo que él pensaba sería el lanzamiento más impresionante que hubiésemos visto, intentó encestar la bola desde una distancia considerable. Todavía puedo ver la parábola de la pelota, luego que golpeó el borde del aro y, atravesando la reja que dividía nuestros antejardines, fue a parar a las manos de mi hermano. La venganza no es algo por lo que uno debiera sentirse orgulloso, es más, nos hace tan culpables como el receptor de ella, por eso, generalmente quienes sustentamos esta idea respecto al carácter vengativo, preferimos dejarla en manos del azar, usando frases como “La tierra da vueltas”, “Dios sabe por qué hace las cosas”, “No escupas al cielo”, etc...Pero cuando ya has esperado suficiente tiempo y te has tragado la rabia de sentirte humillado y violentado constantemente, convirtiendo tu íntima recreación junto a tu hermano en un nudo, debo suponer que no era la naturaleza la que debía actuar, o quizás justamente fue ella quien dejó en las manos de mi hermano el poder de reparar el daño. Entonces, apenas la pelota tricolor rebotó en el aro y cayó en las manos de mi hermano supe que dios estaba de nuestra parte, aun cuando fuese un segundo, por eso lo celebré y gocé como nunca el instante en que mi hermano haciendo las veces de arquero, decidió que aquella pelota debía ir a parar hacia la mitad de cancha, y con un movimiento perfecto de elongación de su pierna derecha y posterior latigazo de furia, le propinó a la pelota el más grande de los zapatazos vistos en la cuadra. La pelota se elevó hacia el cielo haciéndose pequeña y cada metro que cubría hacia el infinito era un gozo más para celebrar nuestra victoria. Fue tan fuerte el golpe que, nos enteramos después por boca de otros niños, cayó en el patio interior de una casa del otro pasaje. Ni siquiera lo miramos, Gino corría desesperado en busca de su pelota tricolor mientras nosotros, con la cara llena de satisfacción y una cálida sonrisa en el alma, reanudábamos nuestro improvisado juego de básquetbol.

martes, 4 de enero de 2005

2005

Helo aquí, qué mierda, pasan y pasan como hojas que el otoño arroja con displicencia y creo que no tienen más valor que sus años estos años. Uno festeja porque dónde se pueda abrimos una botella y arrojamos challas al aire. Sin embargo no tiene sentido. Bueno, me permito ser amargo y brindar con natre, después de todo hay otros días y otras noches y años, años, años años